‘El Profesor y la Sirena’ de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

A finales de otoño del año 1938, me encontraba yo en plena crisis de misantropía. Residía en Turín y la chica nº 1, registrando mis bolsillos en busca de algún billete de cincuenta liras, había descubierto también, mientras yo dormía, una cartita de la chica nº 2, que a pesar de las incorrecciones ortográficas, no dejaba lugar a dudas sobre la naturaleza de nuestras relaciones. 

Mi despertar había sido inmediato y tormentoso. En el pisito de la calle Peyron resonaron imprecaciones vernáculas; logré que fracasara un intento de sacarme los ojos, torciendo la muñeca izquierda de la querida muchacha. Este acto de defensa, plenamente justificado, puso fin al escándalo, pero también al idilio. La chica volvió a vestirse con rapidez, metió en el bolso la borla, el lápiz de labios, el pañuelito, el billete de cincuenta “causa de tantos males”,  me arrojó en cara un triple “cerdo” y se marchó. Nunca había sido tan hermosa como durante aquel cuarto de hora de furia. Por la ventana la vi salir y alejarse en la libera niebla de la mañana, alta, esbelta, con una elegancia reconquistada.

No he vuelto a verla nunca más, así como tampoco he vuelto a ver un jersey de cachemira negro que me había costado un ojo de la cara y cuya forma tenía el funesto mérito de ser apropiado tanto para hombres como para mujeres. Solamente dejó, encima de la cama, dos de aquellas horquillitas retorcidas, llamadas “invisibles”.

Esa misma tarde tenía yo una cita con la nº2 en una pastelería de la plaza Carlo Felice. Junto a la mesita redonda, en el rincón oeste de la segunda sala, que era el “nuestro”, no vi la cabellera castaña de la muchacha, más deseada que nunca, sino la cara astuta de Tonino, un hermanito suyo de doce años, que acababa de engullir un chocolate con doble ración de nata. Cuando me acerqué se levantó con la acostumbrada urbanidad turinesa.

—Monsú –me dijo–, la Pinotta no vendrá, me ha encargado que le dé esta tarjeta. Adiós, Monsú.

Y salió llevándose dos brioches que habían quedado en el plato. En el cartoncito de color marfil se me anunciaba un despido definitivo, motivado por mi infamia y “deshonestidad meridional”. Estaba claro que la nº1 había localizado e incitado a la nº2 y que yo me había quedado sentado entre dos sillas. En doce horas había perdido a dos muchachas útilmente complementarias entre sí, más un jersey por el que sentía mucho interés y, además, tuve que pagar la consumición del infernal Tonino. Mi sicilianísimo amor propio estaba humillado, me habían tomado el pelo, y decidí abandonar por algún tiempo el mundo y sus pompas.

Para este período de retiro no se podía encontrar lugar más apropiado que ese café de la calle Po, al que ahora me dirigía solo como un perro y al que iba siempre que tenía un momento libre en el periódico. Era un lugar poblado por pálidas sombras de tenientes coroneles, magistrados y profesores jubilados. Estas vanas apariencias jugaban a damas o al dominó, sumergidas en una claridad oscurecida durante el día por los pórticos y las nubes, por la noche por las enormes pantallas verdes de las lámparas, y jamás levantaban la voz, temerosas de que un sonido demasiado fuerte pudiera descomponer la débil trama de su apariencia. Un limbo muy apropiado.

Como animal rutinario que soy, me sentaba siempre a la misma mesita del rincón, cuidadosamente diseñada para ofrecer la máxima incomodidad posible al cliente. A mi izquierda, dos espectros de oficiales superiores jugaban a tric–trac con dos larvas de consejeros de la Audiencia; los dados militares y judiciales salían resbalando silenciosos del vaso de cuero. A mi derecha se sentaba siempre un señor de edad muy avanzada, embutido en un abrigo viejo con un pelado cuello de astracán. Leía sin descanso revistas extranjeras, fumaba cigarrillos toscanos y escupía a menudo; de vez en cuando cerraba las revistas y parecía perseguir, en las volutas de humo, algún recuerdo. Luego volvía a leer y a escupir. Tenía las manos feísimas, nudosas, enrojecidas, con las uñas rectas y no siempre limpias, pero una vez que en una de sus revistas descubrió la fotografía de una estatua griega arcaica, de aquellas con los ojos separados de la nariz y la sonrisa ambigua, me sorprendió ver que sus deformes dedos acariciaban la imagen con una delicadeza francamente digna de un rey. Se dio cuenta de que yo lo había visto, gruñó con furia y encargó otro café.

Nuestras relaciones hubiesen permanecido en ese plano de hostilidad latente de no haber sido por un incidente afortunado. Yo solía llevarme de la Redacción cinco o seis periódicos, entre ellos, una vez, el Diario de Sicilia. Eran los años en que el “Minculpop” (1) procedía con más saña y todos los periódicos eran idénticos; aquel número del diario palermitano era más vulgar que nunca y no se distinguía de un periódico de Milán y de Roma sino por la imperfección tipográfica. Mi lectura fue, pues, breve y pronto abandoné las hojas sobre la mesita. Había apenas iniciado la contemplación de otra encarnación del “Minculpop” cuando mi vecino me dirigió la palabra:

—Perdóneme, señor, ¿le importaría que echara una ojeada a ese Diario de Sicilia? Soy siciliano y desde hace veinte años no veo un periódico de mi tierra.

La voz era muy educada, el acento impecable, y los ojos grises del viejo me miraban con profunda indiferencia.

—Con mucho gusto. Yo también soy siciliano y, si lo desea, me es fácil traer el diario cada noche.

—Gracias, no creo que sea necesario; se trata de una simple curiosidad física. Si Sicilia sigue siendo como en mis tiempos, imagino que no sucede allí nada bueno, como desde hace tres mil años.

Hojeó el periódico, lo dobló, me lo devolvió y se enfrascó en la lectura de un folleto. Cuando se fue, pretendía evidentemente escabullirse sin saludar, pero yo me levanté y me presenté. Murmuró entre dientes su nombre, que no comprendí, pero no me tendió la mano y en el umbral del café se volvió, se quitó el sombrero y gritó fuerte:

—¡Adiós, paisano!

Desapareció bajo los pórticos, dejándome asombrado y provocando gemidos de desaprobación entre las sombras que jugaban. Cumplí los ritos mágicos para hacer materializar a un camarero y le pregunté señalando la mesa vacía:

—¿Quién era ese señor?

—Ése –respondió–, ése es el senador Rosario La Ciura.

El nombre decía mucho, incluso a mi lagunosa cultura periodística: era uno de los cinco o seis italianos que poseían una reputación universal indiscutible, el más ilustre helenista de nuestros tiempos. Comprendí el porqué de las voluminosas revistas y la caricia al grabado; también la brusquedad y la oculta delicadeza.

Al día siguiente, en la Redacción del periódico, busqué y rebusqué en el fichero singular que contiene las necrologías todavía in spe. Allí estaba la ficha “La Ciura”, pasablemente destacada. Se decía en ella que el gran hombre había nacido en Aci–Castello (Catania) en el seno de una pobre familia de la pequeña burguesía y que merced a una sorprendente aptitud para el estudio del griego y a fuerza de becas y publicaciones eruditas, había obtenido, a los veintisiete años, la cátedra de literatura griega en la Universidad de Pavía; que después había pasado a la de Turín donde permaneció hasta la jubilación; que había dado cursos en Oxford y en Tubinga y viajado mucho porque, además de senador prefascista y miembro de la Academia de los “Licei”, era también doctor honoris causa de Yale, Harvard, Nueva Delhi y Tokio, además, naturalmente, de las más ilustres universidades europeas desde Upsala a Salamanca. La lista de sus publicaciones era larguísima y muchas de sus obras, especialmente sobre los dialectos jónicos, eran consideradas fundamentales. Baste decir que era el único extranjero que había recibido el encargo de cuidar una edición teubneriana, la de Hesíodo, para la que escribió una introducción latina de inigualada profundidad científica. Por último, máxima gloria, no era miembro de la Academia de Italia. Lo que le había distinguido siempre de los demás eruditísimos colegas era su sentido vivo, casi carnal, de la Antigüedad clásica y esto se había manifestado en una recopilación de ensayos italianos, Hombres y dioses, que era considerada no sólo obra de gran erudición, sino también de viva poesía. Además, era “el honor de una nación y un faro de todas las culturas”, así terminaba el redactor de la ficha. Tenía setenta y cinco años y vivía, lejos de la opulencia pero decorosamente, con su pensión y la indemnización que le correspondía como senador. Era soltero.

Es inútil negarlo, nosotros los italianos, hijos (o padres) de las primeras nupcias del Renacimiento, consideramos al gran humanista superior a cualquier otro ser humano. La posibilidad de encontrarme ahora en la proximidad diaria del más alto representante de esta sabiduría delicada, casi necromántica y de poco provecho económico, me halagaba y turbaba a la vez. Experimentaba las mismas sensaciones que un joven estadounidense al ser presentado al señor Gillette: temor, respeto y una forma peculiar de innoble envidia.

Por la noche llegué al Limbo con un espíritu muy distinto del de los días anteriores. El senador estaba ya en su sitio y contestó a mi saludo respetuoso con un murmullo apenas perceptible. Pero cuando terminó de leer un artículo y de tomar unos apuntes en su pequeña agenda, se volvió hacia mí y con voz extrañamente musical:

—Paisano –me dijo–, por la forma con que me has saludado me he dado cuenta de que alguna de estas largas te ha dicho quién soy. Olvídalo y, si no lo has hecho ya, olvida también los aoristos que has estudiado en el bachillerato. Dime más bien cómo te llamas, porque ayer por la noche hiciste la presentación usual susurrándola y yo no tengo, como tú, el recurso de preguntar tu nombre a otros, porque aquí, la verdad, nadie te conoce.

Hablaba con despego insolente. Advertíase que yo era para él mucho menos que un escarabajo, algo así como las motitas de polvo que flotan sin objeto en los rayos del sol. Pero la voz tranquila, la palabra precisa, el “tú” daban la sensación de serenidad de un diálogo platónico.

—Me llamo Pablo Corbera, he nacido en Palermo donde estudié leyes; ahora trabajo aquí en la Redacción de la Stampa. Para tranquilizarle, senador, añadiré que en el bachillerato saqué “cinco con uno” en griego y tengo motivos para creer que añadieron el “uno” precisamente para poder darme el título.

Sonrió con media boca.

—Gracias por habérmelo dicho, es mejor así. Detesto hablar con gente que cree saber aunque ignore, como mis colegas de la universidad. En el fondo, muy en el fondo, no conocen más que las formas exteriores del griego, sus extravagancias y deformidades. El espíritu vivo de esta lengua, estúpidamente llamada “muerta”, no les ha sido revelado. Por lo demás, nada les ha sido revelado. En fin, ¡pobre gente! ¿Cómo podrían advertir este espíritu si no han tenido nunca ocasión de “sentirlo”?

El orgullo sí, muy bien, es preferible a la falsa modestia; pero a mí me parecía que el senador exageraba; me pasó por la imaginación la idea de que los años habían conseguido resblandecer algo aquel cerebro excepcional. Los pobres diablos de sus colegas habían tenido ocasión de oír el griego antiguo tanto como él, es decir, nunca.

Continuó:

—Pablo…, tienes la fortuna de llevar el nombre del único apóstol que tenía un poco de cultura y una ligera noción de buenas letras. Pero Jerónimo hubiese sido mejor. Los otros nombres que lleváis vosotros, los cristianos, son verdaderamente demasiado despreciables. Nombres de esclavos.

Seguía desilusionándome; me parecía el conocido anticlerical académico, con una pizca de nietzcheísmo fascista. ¿Era posible? Seguía hablando con la encantadora modulación de su voz y con el ardor del que quizás ha permanecido mucho tiempo en silencio.

—Corbera… ¿Me engaño o es éste un gran apellido siciliano? Recuerdo que mi padre pagaba, por vuestra casa en Aci–Castello, un pequeño canon anual a la administración de una casa Corbera de Palina o Salina, no recuerdo bien. Y cada vez bromeaba diciendo que si en el mundo había una cosa segura era que aquellas pocas liras no acabarían en los bolsillos del “dominio directo”, como decía él. Pero ¿eres precisamente uno de aquellos Corbera o sólo el descendiente de un campesino que tomó el nombre del señor? 

Confesé que era precisamente un Corbera de Salina, es más, el único ejemplar superviviente de aquella familia. Todos los fastos, todos los pecados, todos los cánones no cobrados, todos los pesos no pagados, en fin, todas las “gatoparderías”, se habían concentrado sólo en mí. Por paradoja el senador pareció contento.

—Bien, bien. Yo siento mucho respeto por las viejas familias. Poseen una memoria minúscula, es cierto, pero de todas maneras mayor que las demás. Son todo lo mejor que podéis alcanzar en cuanto a inmortalidad física. Piensa en casarte, cásate pronto, Corbera, puesto que vosotros no habéis encontrado nada mejor, para sobrevivir, que dispersar vuestra semilla en los lugares más extraños.

Decididamente me impacientaba. “Vosotros, vosotros”. ¿Quiénes vosotros? ¿Todo el miserable rebaño que no tenía la suerte de ser el senador La Ciura? ¿Y él, conseguía la inmortalidad física? No se diría, mirando el arrugado rostro, el cuerpo pesado…

—Corbera de Salina –proseguía impertérrito–. ¿No te ofenderás si sigo tuteándote como a uno de mis estudiantillos que, durante un instante, son jóvenes?

Me declaré no sólo honrado, sino contento y, en efecto, lo estaba. Superadas ya las cuestiones de nombres y de protocolo, hablamos de Sicilia. Hacía veinte años que no pisaba su tierra y la última vez que estuvo allá abajo (así lo decía, en la forma piamontesa) permaneció tan sólo cinco días en Siracusa para discutir con Paolo Orsi algunas dudas sobre la alteración de los semicoros en las representaciones clásicas.

—Recuerdo que me quisieron llevar en coche desde Catania a Siracusa; acepté sólo cuando me enteré de que en Augusta la carretera pasa lejos del mar, mientras que el ferrocarril va por el litoral. Cuéntame cosas de nuestra isla; es una tierra hermosa aunque esté poblada de asnos. Los dioses habitaron en ella y tal vez en los agostos inagotables la habiten todavía. Pero no me hables de esos cuatro templos recientes que tenéis, porque estoy seguro de que no comprendes nada de ellos.

Así hablamos de la Sicilia eterna, de la Sicilia de las cosas de la naturaleza, del perfume del romero en los Néborodi, del sabor de la miel de Melilli, del ondear de las mieses en un día ventoso de mayo, como se ven desde Enna, de las soledades alrededor de Siracusa, de las ráfagas de perfume vertidas sobre Palermo por los naranjales en ciertos anocheceres de junio. Hablamos del encanto de ciertas noches estivales a la vista del golfo de Castellammare, cuando las estrellas se reflejan en el mar que duerme y el espíritu del que se ha tumbado entre los lentiscos se pierde en el torbellino del cielo, mientras el cuerpo, tendido y alerta, teme que se acerquen los demonios.

Después de una ausencia casi total de cincuenta años, el senador conservaba un recuerdo singularmente preciso de pequeños hechos.

—El mar, el mar de Sicilia es el más azul, el más romántico de todos los que he visto; será la única cosa que no conseguiréis estropear, claro, fuera de las ciudades, quiero decir. En los restaurantes junto al mar, ¿se sirven todavía erizos partidos por la mitad?

Lo tranquilicé añadiendo, empero, que pocos los comen ahora por miedo al tifus.

—No obstante, son de lo más hermoso que tenéis allí abajo. Aquellos cartílagos sangrientos, aquellos simulacros de órganos femeninos, perfumados con sal y con algas… ¡Tifus, tifus! Serán peligrosos como todos los dones del mar, que da la muerte junto con la inmortalidad. En Siracusa se los pedí perentoriamente a Orsi. ¡Qué sabor, qué aspecto divino! ¡El recuerdo más hermoso de mis últimos cincuenta años!

Yo estaba confundido y fascinado: ¡que un hombre así se abandonara a metáforas casi obscenas, que exhibiera una gula infantil por, después de todo, las mediocres delicias de los erizos de mar! Hablamos largo rato y, cuando se fue, insistió en pagarme el café, no sin antes manifestar su singular rudeza (“ya se sabe, estos chicos de buena familia no tienen nunca ni un céntimo en el bolsillo”), y nos separamos como amigos, si no se consideran los cincuenta años que separaban nuestras edades y los miles de años–luz que separaban nuestras culturas.

Seguimos viéndonos cada noche y aunque el humo de mi furor contra la humanidad empezaba a disiparse, me había propuesto no faltar nunca al encuentro con el senador en el antro de la calle Po. No es que hablásemos mucho; él seguía leyendo y tomando apuntes y sólo de vez en cuando me dirigía la palabra, pero cuando hablaba era siempre un fluir armonioso de orgullo e insolencia, mezclado con alusiones disparatadas, con venas de incomprensible poesía. También seguía escupiendo y acabé advirtiendo que no lo hacía sólo cuando leía. Creo que sentía cierto afecto por mí, pero no me hago ilusiones; si el afecto existía no era el que uno de “nosotros” (para usar la terminología del senador) puede sentir hacia un ser humano, sino más bien algo parecido al que una vieja solterona siente por su canario del que conoce la fatuidad y la incomprensión, pero cuya existencia le permite expresar en voz alta sentimientos en los que el animalito no tiene parte alguna, pero si éste no existiese experimentaría malestar. Empecé a notar, en efecto, que, cuando yo tardaba, los ojos altaneros del viejo estaban fijos en la puerta de entrada.

Fue necesario más de un mes para que de consideraciones siempre originalísimas pero genéricas por parte suya pasáramos a argumentos indiscretos que son, en fin, los únicos que distinguen las conversaciones entre amigos de las de simples conocidos. Fui yo el que tomó la iniciativa. Aquel escupir frecuentemente me molestaba (había molestado también a los mozos del café que acabaron colocando junto a su sitio una escupidera de limpísimo latón); así que, una noche, me atreví a preguntarle por qué no cuidaba ese insistente catarro. Hice la pregunta sin reflexionar, me arrepentí en seguida de haberme arriesgado y esperé que la ira senatorial hiciese caer sobre mi cabeza el estuco del techo. En cambio, la voz bien modulada me respondió tranquila:

—Pero, querido Corbera, yo no tengo catarro. Tú que observas con tanto cuidado, deberías haber notado que no toso nunca antes de escupir. Mi esputo no es señal de enfermedad, más bien lo es de salud mental; escupo por disgusto, por las tonterías que voy leyendo; si te quieres molestar en examinar ese utensilio –y señalaba la escupidera–te darás cuenta de que contiene poquísima saliva y ninguna traza de moco. Mis esputos son simbólicos y altamente culturales. Si no te gustan, vuelve a tus salones natales en los que no se escupe sólo porque nadie quiere asquearse nunca de nada.

A la extraordinaria insolencia la atenuaba únicamente la mirada lejana y, no obstante, sentí deseos de levantarme y plantarlo; por suerte tuve el tiempo de reflexionar que la culpa estaba en mi ligereza. Me quedé y el impasible senador pasó en seguida al contraataque. 

—Y tú, entonces, ¿por qué acudes a este Erebo lleno de sombras y, tal como dices, de catarros, a este lugar geométrico de vidas fracasadas? En Turín no faltan esas criaturas que a vosotros os parecen tan deseables. Una excursión al hotel del Castillo, a Rivoli o a los baños de Moncalieri y vuestras sucias diversiones se realizarían en seguida.

Me eché a reír oyendo salir de una boca tan sabia informaciones tan exactas sobre los lugares de placer turineses.

—Pero ¿cómo conoce usted estas direcciones, senador?

—Las conozco, Corbera, las conozco. Concurriendo a los Senados académicos y políticos se aprende esto y nada más. Pero hazme el favor de penar que vuestros sórdidos placeres no han sido jamás cosa digna de Rosario La Ciura.

Se notaba que era cierto; en el aire, en las palabras del senador había el signo inequívoco (como se decía en 1938) de una reserva sexual que no tenía nada que ver con la edad.

—La verdad, senador, es que he empezado a venir aquí como a un asilo temporal alejado del mundo. Precisamente he tenido dificultades con dos de esas chicas tan justamente censuradas por usted.

La contestación fue fulminante y despiadada:

—¿Cuernos, eh, Corbera, o bien enfermedades?

—Ninguna de las dos cosas; peor: abandonado.

Y le conté los ridículos sucesos de dos meses antes. Los conté bromeando, en tono jocoso porque la úlcera de mi amor propio se había cicatrizado; cualquier persona que no hubiese sido aquel helenista del demonio, se hubiera burlado de mí o me habría compadecido. Pero el temible viejo no hizo ni lo uno ni lo otro; en cambio, se indignó.

—Eso es lo que sucede, Corbera, cuando se junta uno con seres enfermos y escuálidos. Por otra parte, es lo mismo que les diría a las dos pelanduscas, hablando de ti, si tuviera el disgusto de tropezármelas.

—¿Enfermas, senador? Estaban admirablemente las dos; había que ver cómo comían cuando almorzábamos en los Specchi; y escuálidas tampoco: eran dos chicas magníficas y además elegantes.

—Enfermas, he dicho bien, enfermas; dentro de cincuenta, de sesenta años, quizá mucho antes, reventarán; por lo tanto están ya enfermas. Y escuálidas también: bonita elegancia la suya, hecha de baratijas, de jerseys robados y monadas aprendidas en el cine. Bonita generosidad la suya yendo a pescar en los bolsillos del amante grasientos billetitos de banco en lugar de regalarle a él, como hacen otras, perlas rosadas y ramas de coral. Eso es lo que pasa cuando trata uno con esos mamarrachos maquillados. ¿Y no os daba asco, a ellas y a ti, a ti y a ellas, besuquear vuestros futuros esqueletos entre sábanas apestosas?

Respondí estúpidamente:

—¡Pero senador, las sábanas estaban siempre limpísimas!

Se enfureció.

—¿Qué tienen que ver las sábanas? El vuestro era el inevitable hedor de cadáver. Repito: ¿cómo lo hacéis para armar juergas con gente de su y de tu ralea?

Yo, que ya había echado el ojo a una deliciosa cousette de Ventura, me sentí ofendido.

—Después de todo, uno no se puede acostar solamente con altezas serenísimas.

—¿Quién te habla de altezas serenísimas? Son material de cementerio, como las demás. Pero estas cosas no puedes comprenderlas, jovenzuelo, y cometo un error hablándote de ellas. Es fatal que tú y tus amigos os adentréis en los irrespirables cenagales de vuestros placeres inmundos. Son muy pocos los que lo saben.

Con la mirada fija en el techo, sonrió. Su rostro tenía una expresión arrebatada; luego me tendió la mano y se fue.

No se dejó ver durante tres días; al cuarto tuve una llamada telefónica en la Redacción.

—¿Es “monsú” Corbera? Soy Bettina, el ama de llaves del senador La Ciura. Le comunica que ha tenido un fuerte resfriado, que ahora está mejor y que desea verlo esta noche después de cenar. Venga a las nueve a la calle Bertola, número 18, segundo piso.

La conversación perentoriamente interrumpida se hizo inapelable. El número 18 de la calle Bertola era un viejo caserón en mal estado, pero la vivienda del senador era grande y cuidada, supongo que gracias a la insistencia de Bettina. Desde la entrada empezaba el desfile de libros de aspecto modesto y encuadernación barata de todas las bibliotecas vivas. Los había a miles en las tres habitaciones que atravesé. En la cuarta estaba sentado el senador envuelto en un amplísimo batín de pelo de camello, fino y suave como no había visto nunca. Supe luego que no se trataba de pelo de camello, sino de la preciosa lana de un animal peruano y que era regalo de la Academia de Lima. El senador se guardó de levantarse cuando entré, pero me acogió con gran cordialidad. Estaba mejor, es decir, bien del todo y esperaba volver a la circulación en cuando cediera la ola de frío que se había desencadenado aquellos días sobre Turín. Me ofreció vino chipriota resinoso, regalo del Instituto Italiano de Atenas, unos atroces lukuma rosa, ofrecidos por la Misión Arqueológica de Ankara y dulces turineses más racionales, comprados por la previsora Bettina. Estaba de tan buen humor que sonrió dos veces con toda la boca y hasta llegó a excusarse por su cólera en el café.

—Lo sé, Corbera, he sido tan exagerado en mis expresiones como moderado en los conceptos, créeme. No pienses más en ello.

Verdaderamente ya no pensaba en ello y más bien me sentía lleno de respeto por aquel viejo a quien sospechaba muy infeliz, a pesar de su carrera triunfal. Él devoraba los abominables lukums.

—Los dulces, Corbera, deben ser dulces y nada más. Si tienen, además, otro sabor, son como besos perversos.

Le daba grandes migajas a Eaco, un gran boxer que había entrado hacía unos momentos.

—Éste, Corbera, para el que sabe comprenderlo, se parece más a los inmortales, a pesar de su fealdad, que tus amiguitas.

Se negó a enseñarme la biblioteca.

—Todo cosas clásicas que no le pueden interesar a uno como tú, moralmente suspendido en griego.

Pero me hizo dar la vuelta por la habitación en que estábamos y que era su estudio. Había pocos libros y entre ellos vi el Teatro de Tirso de Molina, la Ondine de La Motte–Fouqué, el drama homónimo de Giradoux y, con gran sorpresa, las obras de H.G. Wells; pero, en cambio, de las paredes colgaban enormes fotografías de tamaño natural de estatuas griegas arcaicas, no las conocidas fotografías que todos podemos conseguir, sino ejemplares magníficos pedidos evidentemente con autoridad y mandados con devoción por los museos de todo el mundo. Allí estaban todas aquellas magníficas criaturas: el Caballero del Louvre, la Diosa sentada de Tarento, que está en Berlín, el Guerrero de Delfos, la Coré de la Acrópolis, el Apolo de Piombino, la Mujer lapita y el Febo de Olimpia, el celebérrimo Auriga… La habitación resplandecía con sus sonrisas estáticas y al mismo tiempo irónicas y se exaltaba en la reposada altivez de su porte.

—¿Ves, Corbera? Éstas sí; las chicas, no.

Sobre la chimenea, ánforas y cráteras antiguas; Odiseo atado al mástil de la embarcación, las sirenas que se despeñaban desde lo alto de una roca despedazándose en los escollos, en expiación por haber dejado escapar la presa.

—Patrañas, Corbera, patrañas burguesas de los poetas; nadie escapa y aunque alguien hubiese escapado, las sirenas no habrían muerto por tan poco. Por otra parte, ¿cómo hubieran hecho para morir?

Sobre una mesita, en un marco modesto, una fotografía vieja y desteñida; un joven de unos veinte años, casi desnudo, con el rizado cabello despeinado, con una expresión altanera en sus facciones de rara belleza. Perplejo, me detuve un instante, creí haber comprendido. Pero no.

—Y éste, paisano, éste fue, es y será –lo acentuó con fuerza – Rosario La Ciura. 

Mi pobre senador en batín había sido un joven dios.

Luego hablamos de otras cosas y antes de que me fuera me enseñó una carta en francés del rector de la Universidad de Coimbra que lo invitaba a formar parte del congreso de estudios griegos que debía celebrarse en mayo, en Portugal.

—Estoy muy contento; embarcaré en Génova, en el Rex, con los congresistas franceses, suizos y alemanes. Como Odiseo, me taparé los oídos para no oír las tonterías de esos incapaces y serán unos hermosos días de navegación: sol, azul, olor de mar.

Al salir, volvimos a pasar delante de la estantería donde se hallaban las obras de Wells y me atreví a manifestar mi sorpresa por encontrarlas allí.

—Tienes razón, Corbera, son un horror. Hay, además, una novelita que si volviera a leerla me haría sentir deseos de escupir durante un mes seguido y tú, perrito de salón como eres, te escandalizarías.

Después de esta visita nuestras relaciones se hicieron decididamente cordiales, por mi parte por lo menos. Hice laboriosas gestiones para hacer venir de Génova erizos de mar muy frescos. Cuando supe que llegarían al día siguiente, conseguí vino del Etna y pan campesino y, temeroso, invité al senador a que visitara mi aposento. Con gran sorpresa mía aceptó contentísimo. Fui a buscarlo con mi

Balilla y lo llevé hasta la calle Peyron, que está un poco en las quimbambas. En el coche tuve algo de miedo y ninguna confianza en mi pericia como conductor.

—Ahora te conozco, Corbera; si tenemos la desgracia de encontrar a uno de tus mamarrachos con faldas, eres capaz de mirar hacia atrás y los dos rompernos la crisma contra una esquina. 

Pero no encontramos a ningún aborto con faldas digno de atención, y llegamos intactos. Por primera vez desde que le conocía, vi reír al senador: fue cuando entramos en mi dormitorio.

—¿De modo, Corbera, que éste es el centro de tus sucias aventuras? – Examinó mis pocos libros – Bien, bien. Eres tal vez menos ignorante de lo que pareces. Éste – añadió cogiendo mi Shakespeare –, éste comprendía algo. A sea change into something rich and strange. What potions have I drunk of Syren tears?

Cuando, en el salón, la buena señora Carmagnola entró con la fuente de erizos, el limón y lo demás, el senador se quedó extasiado.

—¿Cómo has pensado en esto? ¿Cómo sabes que son la cosa que más deseo?

—Puede comérselos tranquilo, senador; esta mañana todavía estaban en el mar de la Riviera.

—Ya, ya, vosotros sois siempre los mismos con vuestra servidumbre de decadencia y podredumbre; siempre con las largas orejas prestas a espiar el arrastrarse de los pasos de la Muerte. ¡Pobres diablos! Gracias, Corbera, has sido un buen famulus. Lástima que estos erizos no sean del mar de allá abajo, que no vengan envueltos en nuestras algas; ciertamente sus púas nunca hicieron derramar sangre divina. Has hecho realmente todo lo que has podido, pero estos son erizos casi silvestres, que dormitaban en las frías escolleras de Nervi o de Arenzano.

Se advertía que era uno de esos sicilianos para los que la Riviera ligur, región tropical para los milaneses, es una especie de Islandia. Los erizos, partidos, enseñaban su carne herida, sangrienta, extrañamente compartimentada. Antes no había pensado nunca en ello, pero ahora, después de las singulares comparaciones del senador, me parecían verdaderamente una disección hecha en quién sabe qué delicados órganos femeninos. Los saboreaba con avidez, pero sin alegría, recogido, casi afligido. No quiso exprimir limón sobre ellos.

—¡Vosotros, siempre con vuestros sabores mezclados! ¡El erizo tiene que saber también a limón, el azúcar también a chocolate, el amor también a paraíso!

Cuando hubo terminado bebió un sorbo de vino, cerró los ojos. Poco después me di cuenta de que por debajo de sus párpados marchitos resbalaban dos lágrimas. Se levantó, se acercó a la ventana, se secó cauto los ojos. Luego se volvió.

—¿No has estado nunca en Augusta, Corbera? Estuve allí tres meses como recluta; durante las horas de permiso cogíamos, entre dos o tres, una barca y dábamos una vuelta por las aguas transparentes de los golfos. 

Después de mi contestación enmudeció. Luego, con voz irritada, dijo:

—¿Y habéis estado, vosotros, quintos, en el pequeño golfo interior, más arriba de punta Izzo, detrás de la colina que domina las salinas?

—Ciertamente, es el lugar más hermoso de Sicilia, por suerte no descubierto todavía por los del dipolavoro (5). La costa es salvaje, ¿no es cierto, senador?, completamente desierta; no se ve ni una casa; el mar tiene el color de los pavos reales y justo enfrente, más allá de estas olas tornasoladas, se levanta el Etna. Desde ningún sitio es tan hermoso como desde allí, tranquilo, poderoso, verdaderamente divino. Es uno de esos lugares desde los que se contempla un aspecto eterno de la isla que tan tontamente ha dado la espalda a su vocación que era la de servir de pasto a los rebaños del sol.

El senador callaba. Luego:

—Eres un buen chico, Corbera; si no fueras tan ignorante se hubiera podido hacer algo contigo. – Se acercó, me besó en la frente. – Ahora ve a buscar tu cacharro. Quiero ir a casa.

Durante las semanas siguientes seguimos viéndonos como de costumbre. Ahora dábamos paseos nocturnos, bajando normalmente por la calle Po, y, a través de la tan militar plaza Vittorio, íbamos a mirar el río presuroso y la colina, allí donde intercalan algo de fantasía en el rigor geométrico de la ciudad. Empezaba la primavera, la conmovedora estación de juventud amenazada; en las orillas aparecían las primeras lilas, las más diligentes de las parejitas sin asilo desafiaban la humedad de la hierba.

—Allá abajo el sol ya quema, las algas florecen, los peces aparecen a flor de agua en las noches de luna y se entrevé el deslizamiento de los cuerpos en las espumas luminosas. Nosotros estamos aquí, en esta corriente de agua insípida y desierta, ante estos cuarteles que parecen soldados y o frailes alineados y oímos los sollozos de estos acoplamientos de agonizantes. 

Pero lo alegraba pensar en su próxima navegación hasta Lisboa; el momento de partir estaba ya cercano.

—Será agradable, deberías ir tú también. Lástima que no se trate de un viaje para suspendidos en griego. Conmigo se puede todavía hablar en italiano, pero si con Zuckmayer o Van der Voos no pudieras demostrar que conoces los optativos de todos los verbos irregulares, estarías frito; aunque, a lo mejor, tengas de la realidad griega más acontecimientos tú que ellos: no por cultura, la verdad, sino por instinto animal.

Dos días antes de su partida para Génova, me dijo que al día siguiente no iría al café y que me esperaba en su casa a las nueve de la noche. El ceremonial fue el mismo que el de la otra vez: las imágenes de los dioses de hace tres mil años irradiaban juventud como una estufa irradia calor; la desteñida fotografía del joven dios de cincuenta años atrás, parecía asustada al contemplar su propia metamorfosis, encanecida y hundida en un sillón.

Después de beber vino de Chipre, el senador llamó a Bettina y le dijo que se podía acostar.

—Yo mismo acompañaré al señor Corbera cuando se vaya. ¿Ves, Corbera? Si te hice venir esta noche, corriendo el riesgo de estropear una de tus fornicaciones en Rivoli, es que tengo necesidad de ti. Me voy mañana y cuando a mi edad uno parte no se sabe nunca si se quedará lejos para siempre, sobre todo cuando se viaja por mar. Yo, en el fondo, te tengo afecto; tu ingenuidad me conmueve, tus descubiertas maquinaciones vitales me divierten y luego me parece que has comprendido que tú, como les sucede a algunos sicilianos de la especie mejor, has conseguido realizar la síntesis de los sentidos y de la razón. Mereces, pues, que yo no te deje con la boca seca sin haberte explicado la razón de algunas rarezas mías, de algunas frases que he dicho ante ti y que seguramente te habrán parecido propias de un loco.

Protesté roncamente:

—No he comprendido muchas de las cosas que usted ha dicho, pero he atribuido siempre la incomprensión a la incapacidad de mi mente, nunca a una aberración suya.

—Déjalo estar, Corbera; de todas formas es lo mismo. Todos nosotros, los viejos, os parecemos locos a vosotros los jóvenes, aunque a menudo ocurre lo contrario. Pero para explicarme tendré que contarte mi aventura, que es extraordinaria. Sucedió cuando yo era aquel señorito de allí –y me señalaba su fotografía–. Hay que remontarse al año 1887, tiempo que te parecerá prehistórico, pero que para mí no lo es.

Salió de su sitio detrás del escritorio y vino a sentarse a mi mismo sofá.

—Perdona, ¿sabes?, pero luego tendré que hablar en voz baja. Las palabras importantes no pueden ser gritadas; el “grito de amor” o de odio se da sólo en los melodramas o entre la gente más inculta, que son la misma cosa. En el año 1887 tenía yo veinticuatro años, mi aspecto era el de la fotografía; era ya doctor en filología clásica, había publicado dos folletitos sobre los dialectos jónicos, que causaron cierto efecto en mi universidad, y desde hacía un año me preparaba para las oposiciones a la cátedra de la Universidad de Pavía. Además no me había acercado nunca a una mujer. A decir verdad, no me he acercado ni antes ni después de aquel año.

“Ese pestañeo tuyo es muy grosero, Corbera; te lo digo porque es la verdad, verdad y también presunción. Sé que nosotros, los de Catania, pasamos por ser capaces de preñar a nuestras amas de cría y será cierto. Pero en cuanto a mí, no. Cuando se frecuentan noche y día diosas y semidiosas, como me sucedía a mí en aquel tiempo, le quedan a uno pocas ganas de subir las escaleras de los burdeles de San Berillio. Por otra parte, entonces me detenían también escrúpulos religiosos… Corbera, verdaderamente tendrías que aprender a controlar tus pestañas: te traicionan continuamente. Escrúpulos religiosos, he dicho, sí. He dicho también “entonces”. Ahora ya no los tengo, pero desde este punto de vista, no me ha servido para nada.

“Tú, Corberita, que probablemente has conseguido tu empleo en el periódico gracias a una tarjetita de algún jerarca, no sabes lo que es la preparación a unas oposiciones para una cátedra universitaria de literatura griega. Hay que empollar durante dos años, hasta el límite de la demencia. Por suerte, la lengua la conocía ya bastante bien, tanto como la conozco ahora y no es por decir… Pero lo demás, las variantes alejandrinas y bizantinas de los textos, los fragmentos citados, siempre mal por los autores latinos, las innumerables conexiones de la literatura con la mitología, la historia, la filosofía, las ciencias… Repito, hay como para enloquecer. Estudiaba, pues, como un perro y además daba lecciones a algunos suspendidos del bachillerato para poder pagarme el alojamiento en la ciudad. Puede decirse que me alimentaba únicamente de aceitunas negras y café. Para colmo, además de todo esto, sobrevino la catástrofe del verano de 1887 que fue una de esas tan infernales que suceden de vez en cuando allá abajo. El Etna, por la noche, vomitaba el ardor del sol almacenado durante las quince horas del día. Si al mediodía uno tocaba la barandilla de un balcón, tenía que ir corriendo a una casa de socorro; los pisos de lava de los caminos parecían a punto de volver al estado fluido y casi cada día el siroco te lanzaba a la cara sus alas de murciélago viscoso. Yo estaba a punto de reventar. Un amigo me salvó: me encontró mientras vagaba trastornado por las calles musitando versos griegos que ya no entendía. Mi aspecto lo impresionó.

“–Oye, Rosario, si sigues aquí vas a volverte loco y adiós a las oposiciones. Yo me voy a Suiza –el muchacho tenía dinero–, pero en Augusta tengo una casucha de tres habitaciones, a veinte metros del mar, muy apartada del pueblo. Lía tus bártulos, coge tus libros y vete allí a pasar el verano. Pasa por casa dentro de una hora y te daré la llave. Verás qué distinto es aquello. En la estación pregunta por la casita de Carobene; la conocen todos. Pero vete de veras, vete esta noche.

“Seguí el consejo, me fui la misma noche y por la mañana al despertar, en lugar de las cañerías de los retretes que me saludaban al amanecer desde el otro lado del patio, me encontré frente a una extensión pura de mar con el Etna, ya no despiadado, al fondo, envuelto en las brumas de la mañana. El puerto estaba completamente desierto, tal como me has dicho que está todavía y era de una belleza única. La casita con sus habitaciones mal cuidadas, contenía sólo el sofá en el que había pasado la noche, una mesa y tres sillas; en la cocina unos pucheros de barro y una vieja lámpara. Detrás de la casa una higuera y un pozo. Un paraíso. Fui al pueblo, di con el campesino de la pequeña finca de Carobene y quedé con él en que cada dos o tres días me llevaría pan, pasta, verduras y un poco de petróleo. El aceite lo tenía yo, del nuestro, del que mi pobre madre me había enviado a Catania. Alquilé una barquita ligera que el pescador me llevó por la tarde junto con una cesta y unos anzuelos. Estaba decidido a permanecer allí dos meses por lo menos.

“Carbone tenía razón: era verdaderamente otra cosa. El calor también era violento en Augusta, pero al no ser reflejado por las paredes, ya no producía una postración bestial, sino una especie de euforia suave, y el sol, abandonado su semblante de verdugo, se contentaba con ser un risueño aunque brutal donador de energías y un mago que engarzaba móviles diamantes en cada una de las más ligeras encrespaduras del mar. El estudio dejó de ser una fatiga; en el balanceo ligero de la barca en la que pasaba largas horas, cada libro parecía, no ya un obstáculo que superar, sino más bien una llave que me abría el camino hacia un mundo del que ya tenía ante los ojos uno de los aspectos más encantadores. A menudo recitaba en voz alta versos de los poetas, y los nombres de los dioses olvidados, ignorados por los más, rozaban otra vez la superficie de aquel mar que, en otro tiempo, sólo al oírlos, se levantaba en tumulto o se calmaba en bonanza.

“Mi aislamiento era absoluto, interrumpido sólo por las visitas del campesino que cada tres o cuatro días me llevaba unas pocas provisiones. Se detenía cinco minutos porque, al verme tan exaltado y despeinado me consideraba ciertamente al borde de una peligrosa locura. Y, a decir verdad, el sol, la soledad, el escaso alimento, el estudio de argumentos remotos, tejían a mi alrededor como un encantamiento que me predisponía al prodigio.

“Éste sucedió en la mañana del cinco de agosto a las seis. Me había despertado poco antes y había montado en seguida en la barca; unos pocos golpes de remo me alejaron de los guijarros de la playa y me detuve bajo un peñasco cuya sombra debía protegerme del sol que ya subía, lleno de hermosa furia, y cambiaba en oro y azul el candor del mar auroral. Estaba yo declamando, cuando sentí inclinarse bruscamente el borde de la barca, a la derecha, detrás de mí, como si alguien se hubiese agarrado a él con las manos para subir. Me volví y la vi: el rostro liso de una joven de unos dieciséis años surgía del mar, dos pequeñas manos se cogían al borde de la barca. La adolescente sonreía, un ligero pliegue separaba los labios pálidos y dejaba ver dientecillos afilados y blancos, como los de los perros. Pero no era una de esas sonrisas que se ven entre vosotros, siempre adulteradas por una expresión accesoria de benevolencia o de ironía, de piedad, crueldad o lo que sea; se expresaba sólo a sí misma, es decir, manifestaba una casi bestial alegría de existir, un deleite casi divino. Esta sonrisa fue el primero de los sortilegios que influyó en mí revelándome paraísos de olvidadas serenidades. De los desordenados cabellos color de sal el agua de mar resbalaba sobre los ojos verdes muy abiertos y sobre las facciones de infantil pureza.

“Nuestra desconfiada razón, por muy predispuesta que esté, se irrita ante el prodigio y, cuando advierte uno, intenta apoyarse en el recuerdo de fenómenos triviales. Como cualquier otro, quise creer que había encontrado una bañista y, moviéndome con precaución, llegué a su altura, me incliné, le tendí las manos para ayudarla a subir. Pero ella, con sorprendente vigor, surgió erguida del agua hasta la cintura, me rodeó el cuello con los brazos, me envolvió en un perfume que jamás había conocido y se deslizó en la barca: bajo la ingle, por debajo de los glúteos, su cuerpo era el de un pez, revestido con pequeñísimas escamas nacaradas y azules y terminaba en una cola bifurcada que golpeaba lentamente el fondo de la barca. Era una sirena.

“Echada, apoyada la cabeza en sus manos cruzadas, enseñaba con tranquila impudicia los delicados pelillos de las axilas, los senos separados, el vientre perfecto; de ella emanaba lo que equivocadamente he llamado un perfume, un olor mágico del mar, de voluptuosidad jovencísima. Estábamos a la sombra, pero a veinte metros de nosotros el mar se abandonaba al sol y se estremecía de placer. Mi desnudez casi total disimulaba mal mi emoción.

“Hablaba, y entonces me sumergí, después del de la sonrisa y del olor, en el tercer y mayor sortilegio, el de la voz. Era algo gutural, velada, resonante a causa de innumerables sonidos armónicos; en ella se advertían, como fondo de las palabras, las resacas perezosas de los mares estivales, el susurro de las últimas espumas en la playa, el paso de los vientos sobre las olas lunares. El canto de las sirenas, Corbera, no existe; la música a la que no se puede escapar es solamente la de su voz.

“Hablaba griego y me costaba mucho entenderla.

“—Te oía hablar, solo, en una lengua parecida a la mía; me gustas, tómame. Soy Ligea, soy hija de Calíope. No creas en las leyendas inventadas sobre nosotras, no matamos a nadie, sólo amamos.

“Inclinado sobre ella, remaba, fijando mis ojos en los suyos risueños. Llegamos a la orilla, cogí entre mis brazos su cuerpo aromático, pasamos desde el resplandor a la sombra densa; ella derramaba ya en mi boca aquella voluptuosidad que es, frente a vuestros besos terrenales, lo que el vino frente al agua insípida. 

El senador contaba en voz baja su aventura; yo que en el fondo de mi corazón había opuesto siempre mis diversas experiencias femeninas a las suyas que consideraba mediocres y que de ello había deducido un estúpido sentido de distancia disminuida, me sentía humillado; también en asunto de amores me sentía hundido a distancias insondables. Ni por un momento tuve la sospecha de estar escuchando mentiras y cualquiera, el más escéptico que hubiese estado presente, hubiera advertido la verdad más firme en el tono del viejo.

—Así empezaron aquellas tres semanas. No es lícito, y por otra parte, no sería piadoso para contigo, entrar en detalles. Basta decir que en aquellos abrazos gozaba al mismo tiempo de las más altas formas de voluptuosidad espiritual y de voluptuosidad elemental, privada ésta de toda esa resonancia social que sienten nuestros pastores solitarios cuando en los montes se unen a sus cabras; si la comparación te repugna es porque no eres capaz de efectuar la transposición necesaria del plano bestial al sobrehumano, planos, en mi caso, sobrepuestos.

“Vuelve a pensar en lo que Balzac no se ha atrevido a expresar en la Passion dans le désert. De los miembros inmortales de ella surgía tal potencial de vida que las pérdidas de energía eran compensadas en seguida, más bien aumentadas. En aquellos días, Corbera, he amado tanto como cien de vuestros Donjuanes juntos en toda la vida. ¡Y qué amores! Al abrigo de conventos y de delitos, del rencor de los comendadores y de las trivialidades de los Leporello (6), lejos de las exigencias del corazón, de los falsos suspiros, de las delicuescencias ficticias que manchan inevitablemente vuestros miserables besos. Un Leporello, a decir verdad, nos molestó el primer día y fue la única vez: hacia las diez oí el ruido de las botas del campesino por el sendero que conducía al mar. Tuve apenas el tiempo de cubrir con una sábana el cuerpo insólito de Ligea, cuando él llegaba a la puerta; la cabeza, el cuerpo, los brazos de ella que no estaban cubiertos, lo hicieron creer que se trataba de un vulgar amorío y, por lo tanto, le inspiraron un súbito respeto; se detuvo menos de lo corriente y, al marcharse, guiñó el ojo izquierdo mientras con el pulgar y el índice de la mano derecha hacía el ademán de retorcerse en el labio un bigote imaginario y se encaramó por el sendero.

“He dicho que pasamos veinte días juntos, pero no quisiera que imaginaras que durante esas tres semanas ella y yo viviésemos “maritalmente”, como se dice, teniendo en común lecho, alimento y ocupaciones. Las ausencias de Ligea eran muy frecuentes; sin anunciármelo, se zambullía en el mar y desaparecía, a veces, por muchísimas horas. Cuando volvía, casi siempre de madrugada, o bien me encontraba en la barca o si me hallaba todavía en la casita, se arrastraba por los guijarros, mitad fuera y mitad dentro del agua, sobre la espalda, haciendo fuerza con los brazos y llamándome para que la ayudara a subir la pendiente. “Sasá”, me llamaba, puesto que le había dicho que éste era el diminutivo de mi nombre. En este movimiento, embarazada precisamente por la parte de su cuerpo que le daba agilidad en el mar, ofrecía el aspecto lastimoso de un animal herido, aspecto que la risa de sus ojos borraba enseguida.

“No comía más que cosas vivas; a menudo la veía surgir del mar, el torso delicado brillando al sol, mientras destrozaba con los dientes un pez plateado que se estremecía todavía; la sangre le bañaba el mentón y después de unos mordiscos, la merluza o la dorada destrozada, arrojada por detrás de su espalda y manchándola de rojo, se hundía en el agua mientras ella gritaba infantilmente, limpiándose los dientes con la lengua. Una vez le di vino; le fue imposible beber en el vaso y tuve que escanciárselo en la palma minúscula y ligeramente verdosa de la mano y lo bebió chasqueando la lengua como un perro, mientras en los ojos se le pintaba la sorpresa por el sabor desconocido. Dijo que era bueno, pero luego lo rehusó siempre. De vez en cuando venía a la orilla con las manos llenas de ostras y mejillones y mientras yo me afanaba en abrir sus conchas con un cuchillo, ella los aplastaba con una piedra y chupaba el molusco palpitante junto con trozos de concha por los que no se preocupaba.

“Ya te lo he dicho, Corbera: era un animal, pero al mismo tiempo una Inmortal y es una lástima que hablando no se pueda expresar continuamente esta síntesis tal como, con absoluta sencillez, ella la expresaba en su cuerpo. No solamente en el acto carnal manifestaba una alegría y una delicadeza opuestas a la tétrica lujuria animal, sino que su hablar era de una poderosa prontitud que sólo he encontrado en los grandes poetas. No se es hija de Calíope porque sí. Ignorando todas las culturas, ignorante de toda sabiduría, desdeñosa de toda construcción moral, formaba parte, sin embargo, del manantial de toda cultura, de todo saber, de toda ética y sabía expresar su primigenia superioridad en términos de escabrosa belleza.

“—Lo soy todo porque soy sólo corriente de vida sin accidentes; soy inmortal porque todas las muertes confluyen en mí, se vuelven a convertir en vida ya no individual y determinada, sino pánica y por lo tanto libre. —Luego decía: —Tú eres hermoso y joven; deberías venirte conmigo al mar y te librarías de todos los dolores y de la vejez; vendrías a mi mansión, bajo los altísimos montes de aguas inmóviles y oscuras, donde todo es silenciosa quietud, tan connatural que aquel que la posee ni siquiera la advierte. Yo te he amado, y recuérdalo: cuando estés cansado, cuando ya no puedas más, no tienes más que asomarte al mar y llamarme: yo estaré siempre allí, porque estoy en todas partes y tu sed de sueño quedará saciada.

“Me hablaba de su existencia en el mar, de los tritones barbudos, de las glaucas grutas, pero me decía que éstas eran también fatuas apariencias y que la verdad estaba mucho más en el fondo, en el ciego y mudo palacio de aguas sin forma, eternas, sin resplandores, sin susurros.

“Un día me dijo que estaría ausente mucho tiempo, hasta la noche del día siguiente.

“ –Tengo que ir lejos, donde sé que he de hallar un regalo para ti.

“Volvió, en efecto, con un estupendo ramo de coral purpúreo incrustado de conchas y musgos marinos. Lo guardé durante mucho tiempo en un cajón y cada noche besaba aquellos puntos en los que recordaba se habían posado los dedos de la Indiferente, es decir, de la Benéfica. Un día, María, el ama de llaves anterior a Bettina, me lo robó para dárselo a su amigo. Lo encontré luego en una joyería del Ponte Vecchio, profanado, limpiado y pulido hasta el punto de ser casi irreconocible. Lo compré y por la noche lo arrojé al Arno: había pasado por demasiadas manos profanas.

“Me hablaba también de los muchos amantes humanos que había tenido durante su adolescencia milenaria: pescadores y marineros griegos, sicilianos, árabes, capreses; también algunos náufragos, a la deriva sobre restos podridos de naves, a quienes se había aparecido un instante en el relampagueo de una tormenta para transformar en placer su último estertor.

“—Todos aceptaron mi invitación y volvieron a buscarme, algunos en seguida, otros pasado lo que para ellos era mucho tiempo. Sólo a uno no volví a verlo. Era un hermoso muchacho de piel blanquísima y de cabellos rojos con el que me uní en una playa lejana allí donde nuestro mar se vuelca en el gran océano; olía a algo más fuerte que ese vino que me diste el otro día. Creo que no se ha dejado ver, no ciertamente porque sea feliz, sino porque cuando nos encontramos estaba tan borracho que no comprendía nada; le habré parecido una de tantas pescadoras.

“Las semanas de aquel verano transcurrieron rápidas como una sola mañana y, cuando hubieron pasado, me di cuenta de que, en realidad, había vivido siglos. Aquella muchachita lasciva, aquella fierecilla cruel, había sido también una madre sapientísima que con su sola presencia desarraigó y disipó metafísicas; con sus dedos frágiles, a menudo ensangrentados, me había señalado el camino hacia el verdadero y eterno descanso, hacia un ascetismo de vida derivado, no de la renuncia, sino de la imposibilidad de aceptar otros placeres inferiores. No seré ciertamente yo el segundo en desobedecer a su llamada, no rechazaré esta especie de gracia pagana que me ha sido concedida.

“A causa de su misma violencia, aquel verano fue breve. Poco después del veinte de agosto se juntaron las primeras tímidas nubes, cayeron unas gotas aisladas, templadas como la sangre. En el lejano horizonte, las noches fueron un enlazarse de lentos y menudos relampagueos que surgían uno de otro como las meditaciones de un dios. Por la mañana el mar, color de tórtola, como una tórtola se afligía por sus arcanas intranquilidades y por la noche se encrespaba sin que se percibiera brisas, en una degradación de grises acero, grises perla, todos muy suaves y más tiernos que el esplendor anterior. Lejanísimos jirones de niebla rozaban las aguas; tal vez sobre las costas griegas llovía ya. También el humor de Ligea cambiaba de color, del esplendor a la ternura del gris. Hablaba menos, se pasaba las horas tendida sobre una roca mirando el horizonte ya no inmóvil y se alejaba poco.

“—Quiero quedarme todavía contigo; si me fuese ahora al mar abierto mis compañeros me retendrían. ¿Los oyes? Me llaman.

“A veces me parecía oír realmente una nota distinta, más baja, entre el graznido agudo de las gaviotas, y me parecía entrever cabelleras luminosas entre las rocas.

“—Tocan sus conchas, llaman a Ligea para las fiestas de la tempestad.

“Cayó ésta sobre nosotros en la madrugada del día veintiséis. Desde un escollo vimos acercarse el viento que alborotaba las aguas lejanas; junto a nosotros las olas plomizas se hinchaban, grandes y perezosas. Pronto la ráfaga nos alcanzó, silbó en nuestros oídos, inclinó los romeros secos. El mar, debajo de nosotros, se rompió; la primera ola avanzó coronada de blancura. 

“—Adiós, Sasá. No olvidarás.

“La onda se rompió sobre el escollo, la sirena se zambulló en el chorro irisado. No la vi caer; pareció deshacerse en la espuma. 

El senador partió al día siguiente por la mañana. Fui a la estación a despedirlo. Estaba huraño y mordaz como siempre, pero cuando el tren comenzó a moverse, desde la ventanilla sus dedos rozaron mi cabeza.

Al otro día, de madrugada, llamaron desde Génova al periódico; durante la noche el senador la Ciura se había caído al mar desde la cubierta del Rex que navegaba hacia Nápoles y aunque inmediatamente se lanzaron botes al agua, no se encontró su cuerpo.

Una semana más tarde se abrió el testamento: dejaba a Bettina el dinero del banco y los muebles, y la Universidad de Catania heredaba la biblioteca. En un codicilo de fecha reciente yo era nombrado legatario de la crátera griega con la figura de las sirenas y de la gran fotografía de la Coré de la Acrópolis. Envié los dos objetos a mi casa de Palermo. Luego vino la guerra y mientras yo estaba en Marmárica con medio litro de agua al día, los “Liberators” destruyeron mi casa.

Cuando volví, la fotografía había sido cortada en tiritas que sirvieron como antorchas a los saqueadores nocturnos; la crátera estaba rota en pedazos; en el fragmento mayor se ven los pies de Ulises atado al mástil de la embarcación. La conservo todavía. Los libros fueron depositados en el sótano de la Universidad, pero como faltan fondos para las estanterías, se van pudriendo lentamente.