‘Un cadáver en la biblioteca’ de Clara Obligado

–Mary ha entrado a decirme que hay un cadáver en la biblioteca (…).

–No digas tonterías. Has estado soñando.

Agatha Christie, Un cadáver en la biblioteca

Estaban por volver los señores Lejárrega de la ópera cuando Mme. Tanis corrió las cortinas de la sala. Ya había acostado a la niña y solo le quedaba encender la iluminación de los cuadros; en la chimenea secreteaban las brasas, el agua estaba sobre las mesillas y el termo caliente en la cama del matrimonio. Eran las doce y cinco de una noche sin luna. Haciendo equilibrios, con la bandeja del oporto y las copitas tintineantes, entró en la biblioteca. Algo extraño había sucedido. En el suelo, un bulto. No era un pliegue en la alfombra, sino algo mucho más grande, como si un animal, indiferente a la severidad de la casa, se hubiese tumbado a dormir. Sintió bajo los pies una pasta pringosa y, entonces, tropezó: las copitas se bambolearon, saltaron por los aires, empezaron a dibujar, en el claroscuro del recinto, una parábola de luz.

Cuatro horas antes, el chofer conducía a los señores Lejárrega al teatro Colón. Un murmullo admirado recorrió la platea cuando Leonora, con su vestido blanco recién traído de París, se asomó al palco de siempre, situado casi sobre el escenario. La melena azafranada recogida en una trenza formaba una corona, el escote muy amplio, el abanico de los músculos del cuello, la piel increíblemente pálida. Héctor la tomó por el hombro; su mano era posesiva, grande, sigilosa como una araña. Al sentir su tacto, Leonora tembló para retroceder en la penumbra, parpadearon las luces tres veces, hubo un vibrante desorden de instrumentos y los primeros acordes del preludio de La Traviata reventaron en la sala. Leonora se ocultó tras la discreción de las cortinas de terciopelo, giró hacia el escenario, bajó los párpados. Emotivos y solemnes, los violines le humedecieron los ojos.

Esa misma mañana, Alma, hija única del matrimonio Lejárrega, soportaba las clases de francés de Mme. Tanis. Había perdido dos semanas de colegio porque se había caído de su pony en «Los naranjos» y le estaba costando recuperarse. Le dolía un poco la rodilla cuando la institutriz la obligaba a sentarse recta y le señalaba los objetos de su habitación con su dedo afilado. Los ojos grises de halcón clavados en ella. La niña sudaba nerviosa hasta que Mme. Tanis daba por terminada la clase y la llevaba en volandas al baño. Había que ducharse con mucho jabón. ¡Hueles mal!, le decía, ¡no toquetees a tu madre, te pringas con ese empalagoso perfume de lilas! ¡Las niñas buenas no huelen a lilas! La institutriz tenía olfato de lebrel y siempre vestía de negro. Llevaba el pelo gris férreo peinado en un rodete tirante y, cuando iba a buscarla al colegio, se calaba un sombrero de alas anchas, sostenido por alfileres, que la hacía parecer aún más imponente. Era delgada, dura por dentro y por fuera, elegante, sí, pero de una manera repetitiva. Alma le tenía miedo y, siempre que podía, se escapaba a la recámara de su madre. A veces lograba trepar a su regazo y acercaba la naricilla al cuello largo, trataba de robar el aroma de esa melena roja que se desplegaba como el oleaje. Hundirse en los remolinos de la nuca, ahogarse en el perfume mareante de mamá. ¿Por qué no tengo tu pelo rojo? Y mamá, siempre un poco tensa, la alejaba de su cuello y le acariciaba los rizos cortos mientras susurraba: rubio es más bonito, mi niña preciosa, te pareces a Shirley T. Entonces Alma sonreía con sus preciosos hoyuelos y se prometía ser eternamente buena, como Shirley Temple en la pantalla.

–Te quiero tanto. Te quiero, ricitos de oro. Vamos a hacer una pajarita de papel.

Los dedos finos de mamá, las uñas rojas, el anillo de brillantes que corta el aire plegando y desplegando, tris-tras, tris-tras. Magia.

–Para tener suerte, hay que hacer mil.

–¿Y para qué sirven?

–Para nada, mi amor, las cosas bellas nunca sirven para nada.

Siempre repite lo mismo, en el mismo orden: el pelo, Shirley T., las pajaritas, las cosas bellas. Abre el cajón del tocador. Dentro, junto al perfume de lilas, Alma ve el nido de las pajaritas blancas, con su piquito doblado.

–¡Cuántas hay!

–Nunca las suficientes.

Ocho años antes de la representación de La Traviata en el teatro Colón, Leonora, joven e ingenua, se había casado con Héctor Lejárrega, uno de los hombres más influyentes de Buenos Aires. Lo había hecho empujada por su madre, esa viuda con más apellidos que dinero, quien veía en la siembra de su hija su propia cosecha. Héctor era muy conocido en la alta sociedad, altanero, bastante mayor. A Leonora le pareció bien que amor y riqueza se solaparan. De niña había sufrido escasez en un medio opulento y eso acumula humillaciones, el penoso disimulo de la precariedad en una casa minúscula en pleno Barrio Norte, la imposibilidad de salir de esas pocas manzanas porque más allá del coto de los ricos, el mundo era puro destierro. Huérfana desde pequeña, Leonora se sentía tranquila con un hombre que representaba la imagen paterna y paliaba sus angustias gastando montañas de dinero. Héctor la convertía en reina cuando salían a navegar, en el hipódromo o en los bailes, a los que siempre acudía con su madre como chaperon. Además, la llevaría a Europa a pasar la luna de miel. No estuvo sola con él hasta la noche de bodas, y poco sabía de lo que le tocaba hacer, era normal en la época que no se hablara del tema y que la madre, con un «déjate hacer» hubiera zanjado la cuestión. Llegó nerviosa y cansada al final de la fiesta y entonces, desde la altura de su belleza, cayeron en alud los sueños, perdió sentido la primorosa lencería del ajuar, desapareció la ternura, las buenas maneras, todo terminó para siempre en esa noche tremenda. Llorosa, despertó en una cama vacía y corrió a bañarse. Dentro de la bañera se frotó casi hasta hacerse sangre. Cuando fue más dueña de la situación bajó a desayunar, en robe de chambre, con la melena suelta. Mme. Tanis la estaba esperando junto a la mesa del comedor. Sin hacerle el menor caso, Leonora alejó con un mohín caprichoso todo lo que no fuera café. Cuando le preguntó dónde estaba su marido, la mujer le lanzó una sonrisa torcida y pudo ver el brillo helado en sus ojos grises.

Mme. Tanis había llegado a casa de los hermanos Lejárrega cuando eran casi adolescentes. Era muy bonita, con una expresión decidida, un cuerpo perfecto y la virtud de mantener la boca cerrada. Con esa mujer a su lado, los Lejárrega se hicieron hombres, con ella se acostaron en el cuarto de servicio y luego permaneció con ellos sin molestar, como si fuera un mueble. Fue menguando su hermosura, la melena rubia se volvió plateada, los ojos grises perdieron brillo. Siguió tensa como la cuerda de un violín, apenas comía, nunca perdió las buenas piernas y un olfato capaz de husmear en el aire hasta los menores conflictos. Los conflictos, el poder y el dinero, que era lo que más le gustaba en el mundo.

El destino de los hermanos Lejárrega fue divergente. Mientras Héctor acrecentaba su fortuna, Diego, de carácter soñador, fracasó sin estrépito en todos los terrenos posibles. Empezó por casarse con Liza, una mujer de Kiev altiva y bellísima, pero más ambiciosa que una matrona romana, la dejó manejar una fortuna que ella devoró y, para completar el desastre, cuando Liza se lanzó a otros brazos y abandonó a la hija de ambos, Diego huyó a París, dejándole a su esposa, además de la casa de Belgrano, todo cuanto tenía. A Diego no parecía interesarle el dinero y, con una carrera de funcionario internacional, vivió con bastante sencillez, logró cierto reconocimiento como poeta, tuvo otra pareja y fue tímidamente feliz. Nunca se divorció de Liza y, a lo largo de toda su existencia, se ocupó de que no le faltara nada. Quizá por simple caballerosidad, quizá para evitar conflictos o, tal vez, porque era un romántico a quien no le gustaba reconocer que una mujer con ese porte lo había abandonado. Héctor, en cambio, se casó con Leonora cuando era casi viejo. Para qué hacerlo antes, si tenía a sus órdenes a Mme. Tanis y, con ella, todo lo que un hombre necesita de una mujer: la casa en orden, la boca cerrada y, si el señor lo requería, las piernas abiertas.

En el colegio, Alma ya no era Shirley T. y sus vestiditos de encaje, sus moños de seda y los zapatos con botones de perla, sino una niña con delantal negro hasta las rodillas que hacía reverencias y hablaba en francés. En la puerta la recibía una monja con el reloj en la mano y todos los días silabeaba a picotazos: bon-jour-ma-fi-lle. Alma respondía, pálida de angustia, como un muñequito a cuerda: bon-jour-ma-mére. Una monja como la reina de Alicia en el país de las maravillas. ¿No sabe jugar al croquet? Que le corten la cabeza. ¿Ha llegado tarde? Que le corten la cabeza. ¿No sabe la tabla del seis? Ni la enorme fortuna, ni la aureola de rizos dorados la salvaban de la mirada inquisidora de sus compañeras, siempre un poco más altas, siempre un poco más inteligentes. Una jornada larga, en la que Alma hacía equilibrios sobre un hilo de alambre y vadeaba el río turbulento de la jornada escolar. Lo único que le gustaba de ir al colegio era el pequeño mundo de su pupitre, los libros forrados con tela, la cortinita y la caja de los guantes, blancos para las ceremonias, azules para salir. Además, Alma no era como las demás, a primera vista tal vez sí, pero ella tenía poderes. Era capaz, por ejemplo, de menguar, encogerse, hacerse más y más pequeña hasta desaparecer tras la tapa del pupitre y, entonces, el tufo de la goma de borrar, el ejército de lápices, los libros gigantes, el vasito de plata con sus iniciales grabadas, profundo como una piscina.

Frotándose las manos en la oscuridad del palco, mientras oía el sonido cursi de los violines del «Preludio», Héctor Lejárrega se regodeó recordando cómo, poco antes del estreno de La Traviata, había logrado vencer la resistencia de esa chica judía de pechos enormes. Trabajaba de taquígrafa en una de sus oficinas y, aunque era evidente que le gustaba coquetear, no estaba nada claro que desease perder la virginidad poco antes de casarse. Héctor sonrió recordando su estrategia de cazador experto: los prudentes regalos y las amenazas sutiles, el préstamo generoso y el acoso ante las letras que vencían, los roces casuales de las manos sobre los papeles y, por fin, la violencia de su cuerpo pesando sobre el frágil esqueleto de la chica. Qué coincidencia. Ahora, mientras sonaba el coro, Sarah se habría casado. Libia-mo- ne l´-lieti-ca-li-ciiii, tararí, tarararariii tararararí, la lá. Envuelto por la alegre música, fue alejándose mentalmente de la sala, la imaginó entrando en la sinagoga, bajo el palio, girando en torno al novio. Imaginó su piel tostada y sus grandes ojos claros. Imaginó su piel desnuda bajo el vestido de novia. Imaginó ese cuerpo arisco y firme que él conocía y el novio todavía no, la imaginó con la melena suelta junto al desposado, que estaba envolviendo la copa en un pañuelo para quebrarla con un pie. ¡Mazai tov!, gritarían los invitados. ¡Pobre tonto! pensó Héctor, divertido. Se frotó las manos. Basta de ópera. Tal vez fuera un buen momento para salir a tomar el aire. Abrió con sigilo la puerta del palco.

Leonora se despertó justo cuando la soprano, vestida con un traje de faldas anchísimas, avanzaba con la copa de champán y arremetía con las primeras notas de «bebamos en alegres vasos». ¿Por qué eran siempre tan gordas las sopranos? ¿Por qué los bajos eran altos, y los tenores, bajos? Ay, cuántos enigmas. Libia-mo- ne l´-lieti-ca-li-ciiii, tararí, tarararariii tararararí, la lá. Las copas agitándose en el aire al ritmo de una contundente melodía. Ahogó un bostezo, se frotó los ojos para disfrutar de esos compases que tanto le gustaban. Copas de champán con forma de flauta, para que no se volcara el líquido. ¿Beberían de verdad? ¿Terminaría el coro completamente borracho?, ¿la soprano bamboleante? La idea le hizo gracia. En el palco de las viudas, situado al ras de la platea, su madre debería de estar ya dormida. Al abrirse la puerta sintió frío en la espalda, vio que Héctor salía a fumar y estiró la mano para atrapar su estola de zorro plateado.

Claro que la llegada de una Leonora recién desposada al caserón de Héctor Lejárrega no fue bien vista por Mme. Tanis, todo empezó a ir mal con la llegada de la intrusa. ¿Para qué necesitaba el señor otra mujer en casa? Estudió con disgusto los baúles de Leonora, tasó con envidia los armarios que se iban desbordando de ropa de lujo, las fauces de los cajones vomitando sedas. Sí, era preciosa pero, se pusiera lo que se pusiera, y llevara las joyas que llevara, esa chica resultaba demasiado joven, demasiado pálida, demasiado tímida. Una caprichosa que no sabe lo que es la vida, sentenció Mme. Tanis, que sufría las humillaciones de una madurez que no la predisponía a aceptar la presencia de una muchacha. Para colmo, se había mudado con la bruja de su madre. Una bruja interesada, pensó, una señorona dueña de una ristra de apellidos patricios pero sin un rectángulo de tierra para cavar su tumba. Y no se equivocó en sus suspicacias. La verdad era que, luego de un parto que la llevó al filo de la muerte, Leonora solo le había dado a don Héctor una niñita sensible y nerviosa. Y ni siquiera tenía la belleza de su madre. Dijeran lo que dijeran, era muy difícil que vinieran más hijos, nunca llegaría el varón. No solo por la salud de Leonora, sino también por las circunstancias: hacía tiempo que don Héctor había vuelto a subir a la habitación de servicio y el matrimonio ya no dormía en la misma cama.

En el momento en que los dedos de Leonora rozaron la estola de zorro, alguien entró. Supuso que sería Héctor pero no, era su madre, que había abandonado el palco de las viudas para asomarse a la platea. Mamá, qué hacés acá, susurró Leonora, y la madre: chist, me aburro como una ostra, desde mi palco solo veo zapatos y, si no se ve a la gente, para qué aguantar una ópera. Justo en ese momento sucedió aquello que ocuparía páginas en La Nación: una soprano gordísima, italiana, para más datos, vestida con kilómetros de seda blanca, tropezó con sus propias faldas y zas, lanzó la copa al aire (sí, estaba llena de un líquido oscuro, ¿vino?, ¿té?), la copa rebotó contra la nariz de la mezzo, que se tapó inmediatamente la cara (entre sus dedos manaba con vehemencia la sangre) y, teñida de rojo, fue a dar contra la pechera blanquísima del primer tenor, dejando, en la superficie almidonada, un clavel de fuego. El tenor, por supuesto, intentó frenar el vuelo de cristal, pero la copa rebotó para seguir, como una polilla iluminada y morir, hecha añicos, en el suelo. El vino, o lo que fuera, salió como un latigazo hacia el primer palco, donde Leonora se dio cuenta de que sí, algo bebían, alcohol o café, y pensó qué pena mi vestido, la falda manchada y es nuevo, un modelo de Chanel. Todo esto, que ocupó tanto espacio en los periódicos, duró apenas un segundo, el de la vacilante perplejidad de la platea y, si no fuera por los hechos ulteriores, Leonora lo hubiera olvidado. De pronto, como si fuera un número de circo mil veces ensayado, el público reaccionó, granizaron los aplausos, explotó una ovación, la soprano se recompuso y, dueña otra vez de la escena, taladró el aire con sus gorgoritos. La mezzo ya se había limpiado la sangre y el tenor tapaba, discretamente, la mancha de su pechera. Eran las diez en punto de la noche.

Todavía faltaban dos horas para las diez cuando Zacarías Eldestein lanzó por los aires la copa de vodka y la hizo estallar contra la pared empapelada de flores, que comenzó a chorrear un líquido viscoso. Había sido un gesto impulsivo, como tantos otros, pero esta vez se trataba de la ira justa de un hombre vejado. Sarah lloraba entre las sábanas diciendo que ella no, no había hecho nada, no todas son iguales, gemía, a veces sucede así, no se sangra, el vestido de novia en la silla de la habitación, la corona de flores silvestres mancillada.

–¡Larga vida a los novios! –les habían gritado poco antes, a la salida de la sinagoga. ¿Y qué sentido tenía ahora el deseo? Para Zacarías todo había terminado, sin honor un hombre no merece vivir. Salió al patio y, furioso, le dio una patada a una gallina que había venido amistosamente a picotearle un pie. Con un cacareo de sorpresa, el bicho saltó por los aires, dejando tras de sí un rastro de sangre. En su Rusia natal, Zacarías había tenido muchos accesos de rabia, su madre intentaba controlarlos con una vara de fresno con la que le azotaba las piernas y el maestro con una regla con la que le calentaba las nalgas. En el ejército habían intentado domarlo a fuerza de castigos y trabajos, pero solo lo amansaría, en el barco que lo alejaba por fin del continente, Sarah, esa briosa muchacha que había logrado casarse con él a fuerza de abstinencia. Toda su familia había desaparecido en un pogrom, así que Sarah viajaba sola. Además, hablaba algo de castellano, tenía un oficio y un carácter decidido que enamoró a Zacarías. Le daría hijos de brazos musculosos, pensó, y, en las noches heladas en un país extranjero, una dosis razonable de tibieza bajo las sábanas. Sarah era hermosa hasta el temblor, la piel tostada y bellos ojos del color del ámbar. Sarah, una férrea brida de seda para su carácter desbocado. Por ella se había dejado domar, y ahora, esto. Esto. Zacarías que, de joven, casi había matado a un hombre en un bar, solo porque le había volcado la bebida. Zacarías, que terminó en la cárcel por patearle la espinilla a un superior. Que, muerto de vergüenza, intentaría suicidarse cuando, en la perdida Rusia, su hermana huyó con un soldado. Mientras intentaba no escuchar las súplicas de su esposa, sintió el impulso de correr a casa de Lejárrega para matarlo. Tenía que haber sido él. Un jefe. Un mandamás. Un déspota. Matarlo y morir, pues no soportaría la vejación de la cárcel. Respiró hondo: eran las ocho y diez de la tarde.

La copa de oporto voló por los aires y Mme. Tanis la oyó estrellarse en el suelo de mármol, más allá de la alfombra, vio (aunque no sabe cómo, porque la luz estaba apagada), más bien vislumbró un arcoiris de cristales que reventó sobre el pavimento, como si quebrase la calma de un lago. Olió el alcohol dulzón del oporto y escuchó que alguien corría bajo la ventana (al menos eso fue lo que dijo a la policía), y pasó un auto. Oyó también pasos de hombre golpeando la calle, dijo, aunque luego se corrigió: o tal vez eran de mujer, como un taconeo. ¿Estaba ya el automóvil de la señora? No lo sé, señor, respondió Mme. Tanis al detective O’Brien, incómoda porque el hombre era más bajito que ella y se balanceaba sobre las puntas de los pies para parecer más alto y, además, olía a comida. ¿Que si estaba el auto? Puede que sí, puede que no. La señora apareció unos minutos más tarde aunque, cómo adivinarlo, tal vez llevara más tiempo en casa. Parecía muy nerviosa, declaró también, pero ya sabemos cómo es la señora, lo raro es que estaba despeinada, con la trenza suelta y vestida de gala. Un vestido muy bordado, blanco, sí señor, ceñido hasta la cintura, con escote y una falda como una corola. En el regazo, la tela parecía manchada. Sí, señor, parecía manchada. ¿Manchada cómo? ¿Con qué?, insistió O’Brien, molesto, porque le habían interrumpido la cena. ¿De qué color era la mancha? Color oscuro, como si fuera vino, dijo la mujer, sí, señor, color vino. O color sangre. Y el detective pensó que, si se dejaba llevar por la intuición, esa mujer era la asesina, mentirosa, lianta, el dinero podía ser un móvil, el amor más difícil, a esa edad, aunque tenía buenas piernas y, con las mujeres maduras de buenas piernas, nunca se sabe. No, señor, no tenía la estola de zorro plateado, qué raro, ¿verdad? Si venía de la calle, insistió Mme. Tanis, tendría que haberla llevado puesta. Tampoco llevaba los guantes, eran de esos largos, hasta el codo, que no se quitan en dos minutos, estoy segura de que los llevaba al salir. ¿Que dónde está ese vestido? No lo sé, detective, pregúnteselo a ella. Y añadió, con su sonrisita maligna: puede que lo haya quemado.

Mme. Tanis había sentido en la suela de sus botines un líquido pringoso, luego oyó el roce liviano de una tela. A punto estuvo de caer sobre el cuerpo tendido en la alfombra, creyó escuchar bajo la mesa un gemido, como de animalillo asustado (¿una rata, en el salón? ¡qué extraño!) se sobresaltó cuando las copitas de oporto volaron por los aires y, en el claroscuro (las persianas de la biblioteca permanecían abiertas, justo allí hay un farol y estaban también las brasas de la chimenea), agachada todo lo que le permitía el cuerpo (que, a su edad, era poco, aunque todavía estoy ágil, señor detective), olió primero la colonia, la ropa de lujo (tengo un olfato excelente), la piel tantas veces recorrida y pudo ver, por fin, la gran cabeza de toro de Héctor Lejárrega (la cabeza amada), como si la hubiera atacado el sueño, con un tiro en la sien.

Al día siguiente, en los periódicos, corrieron ríos de tinta con las más variadas hipótesis, pero hay crímenes que nunca se resuelven. La noticia compartió página con la inauguración del obelisco y los sucesos del estreno de La Traviata en el teatro Colón. Aparte, en un recuadro minúsculo, sin que nadie estableciera relación entre los dos hechos, se señalaba la detención de un emigrante ruso a pocas manzanas de la casa de Héctor Lejárrega. Estaba borracho y se resistió con violencia a la autoridad, de modo que fue reducido por las fuerzas del orden. En un descuido del oficial de guardia, el detenido sacó un cristal de su bolsillo (que parecía el fragmento de una copa) y, sin que pudieran detenerlo, se cortó las muñecas. La ambulancia llegó tarde, mientras la sangre manaba a borbotones el presunto delincuente guardó silencio. Murió de camino al hospital, no llevaba identificación alguna.

En ese mismo momento, en un mísero pueblo del norte de Rusia, una mujer se alegraba de que su hijo hubiera emigrado. A través de la ventana, en la planicie infinita, caían copos como puños, detenidos solamente por las ramas negras de los árboles. La mujer pensó que su hijo tal vez no volvería a ver la nieve y se dijo también que quizá no lo volviera a abrazar. Pero ahuyentó los pensamientos tristes y encendió una vela frente a la fotografía del muchacho. A su lado colocó la de una joven fuerte y hermosa, de pelo y ojos casi dorados, cuyo nombre desconocía y que hoy se convertiría en su nuera. Imaginó los nietos que llegarían. Imaginó que, en algún momento, su hijo la mandaría a llamar. Imaginó la ansiedad y las penurias del viaje. Mientras sacaba de la alacena la botella escondida para las grandes ocasiones, imaginó también esa alegre vejez lejos del frío, en un mundo sin estrenar. Llenó una copita hasta los bordes y brindó por la felicidad de Zacarías quien, en ese momento, se estaría casando en Buenos Aires. En ese mismo instante otra mujer, en Atlanta, dejó de aporrear su Remington para acercarse a la ventana y contemplar la lluvia que rebotaba contra el pavimento. Fue hasta la cocina, sacó una botella que escondía en los anaqueles y soltó dos hielos en un vaso de whisky, los sacudió para oír su tintineo antes de brindar al aire. Apoyó los pies sobre el escabel y se dispuso a descansar. Estaba agotada. Acababa de terminar un gigantesco manuscrito, que su editor se llevaría en una maleta, en el que mezclaba la historia de su país con retazos de su biografía. Con su letra redonda y casi escolar escribió el título: Lo que el viento se llevó. Le pareció que esa frase resumía, por fin, todo lo que había pasado.

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El relato de Clara Obligado ‘Un cadáver en la biblioteca’ pertenece al recopilatorio de cuentos ‘La muerte juega a los dados’ de 2015.