Chika entra primero por la ventana de la tienda de comestibles y sostiene el postigo para que la mujer la siga. La tienda parece haber sido abandonada mucho antes de que empezaran los disturbios; las estanterías de madera están cubiertas de polvo amarillo, al igual que los contenedores metálicos amontonados en una esquina. Es una tienda pequeña, más pequeña que el vestidor que tiene Chika en su país. La mujer entra y el postigo chirría cuando Chika lo suelta. Le tiemblan las manos y le arden las pantorrillas después de correr desde el mercado tambaleándose sobre sus sandalias de tacón. Quiere dar las gracias a la mujer por haberse detenido al pasar por su lado para decirle «¡No corras hacia allí!», y haberla conducido hasta esta tienda vacía en la que esconderse. Pero antes de que pueda darle las gracias, la mujer se lleva una mano al cuello.
—He perdido collar mientras corro.
—Yo he soltado todo —dice Chika. Acababa de comprar unas naranjas y las he soltado junto con el bolso.
No añade que el bolso era un Burberry original que le compró su madre en un viaje reciente a Londres.
La mujer suspira y Chika imagina que está pensando en su collar, probablemente unas cuentas de plástico ensartadas en una cuerda. Aunque no tuviera un fuerte acento hausa, sabría que es del norte por el rostro estrecho y la curiosa curva de sus pómulos, y que es musulmana por el pañuelo. Ahora le cuelga del cuello, pero poco antes debía de llevarlo alrededor de la cara, tapándole las orejas. Un pañuelo largo y fino de color rosa y negro, con el vistoso atractivo de lo barato. Se pregunta si la mujer también la está examinando a ella, si sabe por su tez clara y el anillo rosario de plata que su madre insiste en que lleve que es igbo y cristiana. Más tarde se enterará de que, mientras las dos hablan, hay musulmanes hausas matando a cristianos igbos a machetazos y pedradas. Pero en este momento dice:
—Gracias por llamarme. Todo ha ocurrido muy deprisa y la gente ha echado a correr, y de pronto me he visto sola, sin saber qué hacer. Gracias.
—Este lugar seguro —dice la mujer en voz tan baja que suena como un suspiro—. No van a todas las tiendas pequeñas-pequeñas, sólo a las grandes-grandes y al mercado.
—Sí —dice Chika.
Pero no tiene motivos para estar de acuerdo o en desacuerdo, porque no sabe nada de disturbios; lo más cerca que ha estado de uno fue hace unas semanas en una manifestación de la universidad a favor de la democracia en la que había sostenido una rama verde y se había unido a los cantos de «¡Fuera el ejército! ¡Fuera Abacha! ¡Queremos democracia!». Además, nunca habría participado si su hermana Nnedi no hubiera estado entre los organizadores que habían ido de residencia en residencia repartiendo panfletos y hablando a los estudiantes de la importancia de «hacernos oír».
Le siguen temblando las manos. Hace justo una hora estaba con Nnedi en el mercado. Se ha parado a comprar naranjas y Nnedi ha seguido andando hasta el puesto de cacahuetes, y de pronto se han oído gritos en inglés, en el idioma criollo, en hausa y en igbo: «¡Disturbios! ¡Han matado a un hombre!».
Y a su alrededor todos se han puesto a correr, empujándose unos a otros, volcando carretas llenas de ñames y dejando atrás las verduras golpeadas por las que acababan de regatear. Ha olido a sudor y a miedo, y también se ha echado a correr por las calles anchas y luego por ese estrecho callejón que ha temido, mejor dicho, ha intuido, que era peligroso, hasta que ha visto a la mujer.
La mujer y ella se quedan un rato en silencio, mirando hacia la ventana por la que acaban de entrar, con el postigo chirriante que se balancea en el aire. Al principio la calle está silenciosa, luego se oyen unos pies corriendo. Las dos se apartan instintivamente de la ventana, aunque Chika alcanza a ver pasar a un hombre y una mujer, ella con una túnica hasta las rodillas y un crío a la espalda. El hombre hablaba rápidamente en igbo y todo lo que ha entendido Chika ha sido: «Puede que haya corrido a la casa del tío».
—Cierra ventana —dice la mujer.
Chika así lo hace, y sin el aire de la calle, el polvo que flota en la habitación es tan espeso que puede verlo por encima de ella. El ambiente está cargado y no huele como las calles de fuera, que apestan como el humo color cielo que flota alrededor en Navidad cuando la gente arroja las cabras muertas al fuego para quitar el pelo de la piel. Las calles por donde ha corrido ciegamente, sin saber hacia dónde ha ido Nnedi, sin saber si el hombre que corría a su lado era amigo o enemigo, sin saber si debía parar y recoger a alguno de los niños aturdidos que con las prisas se ha separado de su madre, sin saber quién era quién ni quién mataba a quién.
Más tarde verá los armazones de los coches incendiados, con huecos irregulares en lugar de ventanillas o parabrisas, e imaginará los coches en llamas desperdigados por toda la ciudad como hogueras, testigos silenciosos de tanta atrocidad. Averiguará que todo empezó en el aparcamiento cuando un hombre pisó con las ruedas de su furgoneta un ejemplar del Santo Corán que había a un lado de la carretera, un hombre que resultó ser un igbo cristiano. Los hombres de alrededor, que se pasaban el día jugando a las damas y que resultaron ser musulmanes, lo hicieron bajar de la furgoneta, le cortaron la cabeza de un machetazo y la llevaron al mercado pidiendo a los demás que los siguieran: ese infiel había profanado el Santo Libro. Chika imaginará la cabeza del hombre, la piel ceniza de la muerte, y tendrá arcadas y vomitará hasta que le duela la barriga. Pero ahora pregunta a la mujer:
—¿Todavía huele a humo?
—Sí. —La mujer se desabrocha la tela que lleva anudada a la cintura y la extiende en el suelo polvoriento. Debajo sólo lleva una blusa y una combinación negra rasgada por las costuras—. Siéntate.
Chika mira la tela deshilachada extendida en el suelo; probablemente es una de las dos túnicas que tiene la mujer. Baja la vista hacia su falda tejana y su camiseta roja estampada con una foto de una Estatua de la Libertad, las dos compradas el verano que Nnedi y ella pasaron dos semanas en Nueva York con unos parientes.
—Se la ensuciaré —dice.
—Siéntate —repite la mujer—. Tenemos que esperar mucho rato.
—¿Sabe cuánto…?
—Hasta esta noche o mañana por la mañana.
Chika se lleva una mano a la frente como para comprobar si tiene fiebre. El roce de su palma fría suele calmarla, pero esta vez la nota húmeda y sudada.
—He dejado a mi hermana comprando cacahuetes. No sé dónde está.
—Irá a un lugar seguro.
—Nnedi.
—¿Eh?
—Mi hermana. Se llama Nnedi.
—Nnedi —repite la mujer, y su acento hausa envuelve el nombre igbo de una suavidad plumosa.
Más tarde Chika recorrerá los depósitos de cadáveres de los hospitales buscando a Nnedi; irá a las oficinas de los periódicos con la foto que les hicieron a las dos en una boda hace una semana, en la que ella sale con una sonrisa boba porque Nnedi le dio un pellizco justo antes de que dispararan, las dos con trajes bañera de Ankara. Pegará fotos en las paredes del mercado y en las tiendas cercanas. No encontrará a Nnedi. Nunca la encontrará. Pero ahora dice a la mujer:
—Nnedi y yo llegamos la semana pasada para ver a nuestra tía. Estamos de vacaciones.
—¿Dónde estudiáis?
—Estamos en la Universidad de Lagos. Yo estudio medicina, y Nnedi ciencias políticas.
Chika se pregunta si la mujer sabe lo que significa ir a la universidad. Y se pregunta también si ha mencionado la universidad sólo para alimentarse de la realidad que ahora necesita: que Nnedi no se ha perdido en un disturbio, que está a salvo en alguna parte, probablemente riéndose con la boca abierta a su manera relajada o haciendo una de sus declaraciones políticas. Sobre cómo el gobierno del general Abacha utiliza la política exterior para legitimarse a los ojos de los demás países africanos. O que la enorme popularidad de las extensiones de pelo rubio era consecuencia directa del colonialismo británico.
—Sólo llevamos una semana aquí con nuestra tía, ni siquiera hemos estado en Kano —dice Chika, y se da cuenta de lo que está pensando: su hermana y ella no deberían verse afectadas por los disturbios. Eso era algo sobre lo que leías en los periódicos. Algo que sucedía a otras personas.
—¿Tu tía está en mercado? —pregunta la mujer.
—No, está trabajando. Es la directora de la Secretaría.
Chika vuelve a llevarse una mano a la frente. Se agacha hasta sentarse en el suelo, mucho más cerca de la mujer de lo que se habría permitido en circunstancias normales, para apoyar todo el cuerpo en la tela. Le llega el olor de la mujer, algo intenso como la pastilla de jabón con que la criada lava las sábanas.
—Tu tía está en lugar seguro.
—Sí —dice Chika. La conversación parece surrealista; tiene la sensación de estar observándose a sí misma—. Sigo sin creer que estoy en medio de un disturbio.
La mujer mira al frente. Todo en ella es largo y esbelto, las piernas extendidas ante sí, los dedos de las manos con las uñas manchadas de henna, los pies.
—Es obra del diablo —dice por fin.
Chika se pregunta si eso es lo que piensan todas las mujeres de los disturbios, si eso es todo lo que ven: el diablo. Le gustaría que Nnedi estuviera allí con ella. Imagina el marrón chocolate de sus ojos al iluminarse, sus labios moviéndose deprisa al explicar que los disturbios no ocurren en un vacío, que lo religioso y lo étnico a menudo son politizados porque el gobernante está seguro si los gobernados hambrientos se matan entre sí. Luego siente una punzada de remordimientos y se pregunta si la mente de esa mujer es lo bastante grande para entenderlo.
—¿Ya estás viendo a enfermos en la universidad? —pregunta la mujer.
Chika desvía rápidamente la mirada para que no vea su sorpresa.
—¿En mis prácticas? Sí, empezamos el año pasado. Vemos a pacientes del hospital clínico.
No añade que a menudo le invaden las dudas, que se queda al final del grupo de seis o siete estudiantes, rehuyendo la mirada del profesor y rezando para que no le pida que examine un paciente y dé su diagnóstico diferencial.
—Yo soy comerciante —dice la mujer—. Vendo cebollas.
Chika busca en vano una nota de sarcasmo o reproche en su tono. La voz suena baja y firme, una mujer que dice a qué se dedica sin más.
—Espero que no destruyan los puestos del mercado —responde; no sabe qué más decir.
—Cada vez que hay disturbios destrozan el mercado.
Chika quiere preguntarle cuántos disturbios ha presenciado, pero se contiene. Ha leído sobre los demás en el pasado: fanáticos musulmanes hausas que atacan a cristianos igbos, y a veces cristianos igbos que emprenden misiones de venganza asesinas. No quiere que empiecen a dar nombres.
—Me arden los pezones como si fueran pimienta.
Antes de que Chika pueda tragar la burbuja de sorpresa que tiene en la garganta y responder algo, la mujer se levanta la blusa y se desabrocha el cierre delantero de un gastado sujetador negro. Saca los billetes de diez y veinte nairas que lleva doblados en el sujetador antes de liberar los pechos.
—Me arden como pimienta —repite, cogiéndoselos con las manos ahuecadas e inclinándose hacia Chika como si se los ofreciera.
Chika se aparta. Recuerda la ronda en la sala de pediatría de hace una semana: su profesor, el doctor Olunloyo, quería que todos los alumnos oyeran el soplo al corazón en cuarta fase de un niño que los observaba con curiosidad. El médico le pidió a Chika que empezara y ella se puso a sudar con la mente en blanco, sin saber muy bien dónde estaba el corazón. Al final puso una mano temblorosa en el lado izquierdo de la tetilla del niño, y al notar bajo los dedos el vibrante zumbido de la sangre yendo en la otra dirección, se disculpó tartamudeando ante el niño, aunque él le sonreía.
Los pezones de la mujer no son como los de ese niño. Son marrón oscuro, y están cuarteados y tirantes, con la areola de color más claro. Chika los examina con atención, los toca.
—¿Tiene un bebé? —pregunta.
—Sí. De un año.
—Tiene los pezones secos, pero no parecen infectados. Después de dar de mamar debe aplicarse una crema. Y cuando dé de mamar, asegúrese de que el pezón y también lo otro, la areola, encajan en la boca del niño.
La mujer mira a Chika largo rato.
—La primera vez de esto. Tengo cinco hijos.
—A mi madre le pasó lo mismo. Se le agrietaron los pezones con el sexto hijo y no sabía cuál era la causa, hasta que una amiga le dijo que tenía que hidratarlos —explica Chika.
Casi nunca miente, y las pocas veces que lo hace siempre es por alguna razón. Se pregunta qué sentido tiene mentir, la necesidad de recurrir a un pasado ficticio parecido al de la mujer; Nnedi y ella son las únicas hijas de su madre. Además, su madre siempre tuvo a su disposición al doctor Iggokwe, con su formación y su afectación británicas, con sólo levantar el teléfono.
—¿Con qué se frota su madre el pezón? —pregunta la mujer.
—Manteca de coco. Las grietas se le cerraron enseguida.
—¿Eh? —La mujer observa a Chika más rato, como si esa revelación hubiera creado un vínculo—. Está bien, lo haré. —Juega un rato con su pañuelo antes de añadir—: Estoy buscando a mi hija. Vamos al mercado juntas esta mañana. Ella está vendiendo cacahuetes cerca de la parada de autobús, porque hay mucha gente. Luego empieza el disturbio y yo voy arriba y abajo buscándola.
—¿El bebé? —pregunta Chika, sabiendo lo estúpida que parece incluso mientras lo pregunta.
La mujer sacude la cabeza y en su mirada hay un destello de impaciencia, hasta de cólera.
—¿Tienes problema de oído? ¿No oyes lo que estoy diciendo?
—Lo siento.
—¡Bebé está en casa! Ésta es mi hija mayor.
La mujer se echa a llorar. Llora en silencio, sacudiendo los hombros, no con la clase de sollozos fuertes de las mujeres que conoce, que parecen decir a gritos: «Sujétame y consuélame porque no puedo soportar esto yo sola». El llanto de esta mujer es privado, como si llevara a cabo un ritual necesario que no involucra a nadie más.
Más tarde Chika lamentará la decisión de haber dejado el barrio de su tía y haber ido al mercado con Nnedi en un taxi para ver un poco del casco antiguo de Kano; también lamentará que la hija de la mujer, Halima, no se haya quedado en casa esta mañana por pereza, cansancio o indisposición, en lugar de salir a vender cacahuetes.
La mujer se seca los ojos con un extremo de la blusa.
—Que Alá proteja a tu hermana y a Halima en un lugar seguro —dice.
Y como Chika no está segura de lo que contestan los musulmanes y no puede decir «Amén», se limita a asentir.
La mujer ha descubierto un grifo oxidado en una esquina de la tienda, cerca de los contenedores metálicos. Tal vez donde el dueño se lavaba las manos, dice, y explica a Chika que las tiendas de esa calle fueron abandonadas hace meses, después de que el gobierno ordenara su demolición por tratarse de estructuras ilegales. Abre el grifo y las dos observan sorprendidas cómo sale un pequeño chorro de agua. Marronosa y tan metálica que a Chika le llega el olor. Aun así, corre.
—Lavo y rezo —dice la mujer en voz más alta, y sonríe por primera vez, dejando ver unos dientes uniformes con los incisivos manchados.
En las mejillas le salen unos hoyuelos lo bastante profundos para tragarse la mitad de un dedo, algo insólito en una cara tan delgada. Se lava torpemente las manos y la cara en el grifo, luego se quita el pañuelo del cuello y lo pone en el suelo. Chika aparta la mirada. Sabe que la mujer está de rodillas en dirección a La Meca, pero no mira. Como las lágrimas, es una experiencia privada y le gustaría salir de la tienda. O poder rezar también y creer en un dios, una presencia omnisciente en el aire viciado de la tienda. No recuerda cuándo su idea de Dios no ha sido borrosa como el reflejo de un espejo empañado por el vaho, y no se recuerda intentando limpiar el espejo.
Toca el anillo rosario que todavía lleva en el dedo, a veces en el meñique y otras en el índice, para complacer a su madre. Nnedi se lo quitó, diciendo con su risa gangosa: «Los rosarios son como pociones mágicas. No las necesito, gracias».
Más tarde la familia ofrecerá una misa tras otra para que Nnedia aparezca sana y salva, nunca por el reposo de su alma.
Y Chika pensará en esa mujer, rezando con la cabeza vuelta hacia el suelo polvoriento, y cambiará de parecer antes de decir a su madre que está malgastando el dinero con esas misas que sólo sirven para engrosar las arcas de la iglesia.
Cuando la mujer se levanta, Chika se siente extrañamente vigorizada. Han pasado más de tres horas e imagina que el disturbio se ha calmado, que los responsables ya están lejos.
Tiene que irse, tiene que volver a casa y asegurarse de que Nnedi y su tía están bien.
—Debo irme.
De nuevo la cara de impaciencia de la mujer.
—Todavía es peligroso salir.
—Creo que se han marchado. Ya no huelo el humo.
La mujer se sienta de nuevo sobre la tela sin decir nada. Chika la observa un rato, sintiéndose decepcionada sin saber por qué. Tal vez esperaba de ella una bendición.
—¿Está muy lejos tu casa? —pregunta.
—Lejos. Cojo dos autobuses.
—Entonces volveré con el chófer de mi tía para acompañarte —dice Chika.
La mujer desvía la mirada.
Chika se acerca despacio a la ventana y la abre. Espera oír gritar a la mujer que se detenga, que vuelva, que no hay prisa. Pero la mujer no dice nada y Chika nota su mirada clavada en la espalda mientras sale.
Las calles están silenciosas. Se ha puesto el sol y en la media luz crepuscular Chika mira alrededor, sin saber qué dirección tomar. Reza para que aparezca un taxi, ya sea por arte de magia, suerte o la mano de Dios. Luego reza para que Nnedi esté en ese taxi, preguntándole dónde demonios se ha metido y lo preocupados que han estado por ella. No ha llegado al final de la segunda calle en dirección al mercado cuando ve el cadáver. Apenas lo ve pero pasa tan cerca que le llega el calor. Acaban de quemarlo. El olor que desprende es repulsivo, a carne asada, no se parece a nada que haya olido antes.
Más tarde, cuando Chika y su tía recorran todo Kano con un policía en el asiento delantero del coche con aire acondicionado de su tía, verá otros cadáveres, muchos carbonizados, tendidos a lo largo de las calles como si alguien los hubiera arrastrado y colocado cuidadosamente allí. Mirará sólo uno de los cadáveres, desnudo, rígido, boca abajo, y se dará cuenta de que sólo viendo esa carne chamuscada no puede saber si el hombre parcialmente quemado es igbo o hausa, cristiano o musulmán. Escuchará por la radio la BBC y oirá las descripciones de las muertes y del disturbio («religioso con un trasfondo de tensiones étnicas», dirá la voz). Y la arrojará contra la pared y una feroz cólera la inundará ante cómo han empaquetado, saneado y comprimido todos esos cadáveres en unas pocas palabras. Pero ahora, el calor que desprende el cadáver carbonizado está tan cerca, tan presente, que se vuelve y regresa corriendo a la tienda. Siente un dolor agudo en la parte inferior de la pierna mientras corre. Llega a la tienda y golpea la ventana, y no para de golpearla hasta que la mujer abre.
Se sienta en el suelo y, a la luz cada vez más tenue, observa el hilo de sangre que le baja por la pierna. Los ojos le bailan inquietos en la cabeza. Esa sangre parece ajena a ella, como si alguien le hubiera embadurnado la pierna con puré de tomate.
—Tu pierna. Tienes sangre —dice la mujer con cierta cautela.
Moja un extremo de su pañuelo en el grifo y le lava el corte de la pierna, luego se lo enrolla alrededor y hace un nudo.
—Gracias —dice Chika.
—¿Necesitas ir al baño?
—¿Al baño? No.
—Los contenedores de allí los estamos utilizando como baños —explica la mujer.
La lleva al fondo de la tienda y en cuanto llega a la nariz de Chika el olor, mezclado con el del polvo y el agua metálica, siente náuseas. Cierra los ojos.
—Lo siento. Tengo el estómago revuelto. Por todo lo que está pasando hoy —se disculpa la mujer a sus espaldas.
Luego abre la ventana, deja el contenedor fuera y se lava las manos en el grifo. Cuando vuelve, Chika y ella se quedan sentadas una al lado de la otra en silencio; al cabo de un rato oyen el canto ronco a lo lejos, palabras que Chika no entiende. La tienda está casi totalmente oscura cuando la mujer se tiende en el suelo, con sólo la parte superior del cuerpo sobre la tela.
Más tarde Chika leerá en The Guardian que «hay antecedentes de violencia por parte de los musulmanes reaccionarios hausaparlantes del norte contra los no musulmanes», y en medio de su dolor recordará que examinó los pezones y conoció la amabilidad de una musulmana hausa.
Chika apenas duerme en toda la noche. La ventana está cerrada, el ambiente cargado, y el polvo, grueso y granulado, se le mete por las fosas nasales. No logra dejar de ver el cadáver ennegrecido flotando en un halo junto a la ventana, señalándola acusador. Al final oye a la mujer levantarse y abrir la ventana, dejando entrar el azul apagado del amanecer. Se queda un rato allí de pie antes de salir. Chika oye las pisadas de la gente que pasa por la acera. Oye a la mujer llamar a alguien, y una voz que se alza al reconocerla seguida de una parrafada en hausa rápido que no entiende.
La mujer entra de nuevo en la tienda.
—Ha terminado el peligro. Es Abu. Está vendiendo provisiones. Va a ver su tienda. Por todas partes hay policía con gas lacrimógeno. El soldado viene para aquí. Me voy antes de que el soldado empiece a acosar a todo el mundo.
Chika se levanta despacio y se estira; le duelen las articulaciones. Caminará hasta la casa con verja de su tía porque no hay taxis por las calles, sólo jeeps militares y coches patrulla destartalados. Encontrará a su tía yendo de una habitación a otra con un vaso de agua en la mano, murmurando en igbo una y otra vez: ¿Por qué os pedí a Nnedi y a ti que vinierais a verme? ¿Por qué me engañó de este modo mi chi? Y Chika agarrará a su tía con fuerza por los hombros y la llevará a un sofá.
De momento se desata el pañuelo de la pierna, lo sacude como para quitar las manchas de sangre y se lo devuelve a la mujer.
—Gracias.
—Lávate bien-bien la pierna. Saluda a tu hermana, saluda a los tuyos —dice la mujer, enrollándose la tela a la cintura.
—Saluda tú también a los tuyos. Saluda a tu bebé y a Halima.
Más tarde, cuando vuelva andando a la casa de su tía, cogerá una piedra manchada de sangre seca y la sostendrá contra el pecho como un macabro souvenir. Y ya entonces, con una extraña intuición, sabrá que nunca encontrará a Nnedi, que su hermana ha desaparecido. Pero en ese momento se vuelve hacia la mujer y añade:
—¿Puedo quedarme con su pañuelo? Está sangrando otra vez.
La mujer la mira un momento sin comprender; luego asiente. Tal vez se percibe en su rostro el principio del futuro dolor, pero esboza una sonrisa distraída antes de devolverle el pañuelo y darse la vuelta para salir por la ventana.